Sin duda que una causa importante
del éxito del mensaje de Jesús cuando se empezó a predicar por todo
el mundo hace dos mil años, fue que mostraba a un Dios lleno de
misericordia, y que invitaba a todo el mundo a extender a la vida
de cada día y para toda situación esos mismos sentimientos de
misericordia, de cariño y amor, de perdón sin
condiciones.
En aquellas civilizaciones
paganas tan llenas de dureza, en las que la compasión a menudo era
considerada un sentimiento propio de gente floja, y en las que se
daba culto a la ley del más fuerte, predicar a un Dios que no
condena sino que consuela y enjuga las lágrimas fue una gran
novedad y, para muchos, una gran alegría. Invitar a todo el mundo a
vivir según esos criterios, fue una revolución.
Quizá ahora, en el siglo
veintiuno, habrá que volver a decirlo en voz muy alta: que nuestro
Dios, el Dios de los cristianos, es el Dios de la ternura, de la
misericordia, de la acogida del que se equivoca o fracasa. Porque
en esa nuestra civilización, tristemente, podemos ver como por
todas partes se cultivan y promocionan las actitudes que invitan a
mirar siempre por uno mismo, a buscar siempre lo que a mí me
conviene sin preocuparse por los demás... llegando a considerar
como algo sin ningún valor, e incluso como algo ridículo, todo lo
que sea compasión, perdón, ponerse en la piel del otro, buscar el
bien de los débiles y de los que se pierden... En definitiva, que
parece que tener corazón, tener un corazón como el de Dios, es una
tontería, algo propio de personas que no triunfarán en la
vida.
Preguntémonos hoy, cuando nos
acerquemos a recibir la Eucaristía, si nuestras actitudes son las
actitudes de Jesús, las actitudes de Dios. Preguntémonos con qué
ojos miramos a los que no han sido capaces de salir adelante en la
vida, a los que están hundidos en el mal, a los que han seguido
caminos que llevaban al fracaso... Preguntémonos con qué ojos
miramos las debilidades y las miserias que haya nuestro alrededor.
Y pidamos ser capaces de amar tan hondamente y con tanto
desprendimiento como nuestro Dios.