No llores

En aquel tiempo iba Jesús camino de una ciudad llamada Naín, e iban con él sus discípulos y mucho gentío. Cuando estaba cerca de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba. Al verla el Señor, le dio lástima y le dijo: No llores…” (Lc 7,11-17)
Pocas experiencias hay tan dolorosas en la vida de la persona como la pérdida de un ser querido. El amor no es eterno. La amistad no es para siempre. Tarde o temprano, llega el momento del adiós. Y, de pronto, todo se nos hunde. Impotencia, pena, desconsuelo; parece que nuestra vida ya no podrá ser nunca como antes. ¿Cómo recuperar de nuevo el sentido de la vida?
Lo primero es recordar que liberarse del dolor no quiere decir olvidar al ser querido o amarlo menos. Recuperar la vida no es una deshonra ni una ofensa a la persona que se nos ha muerto. De alguna manera, esa persona vive en nosotros. Su amor, su cariño, su manera de ser nos han enriquecido a lo largo de los años. Ahora, hemos de seguir viviendo.
Hemos de elegir entre hundirnos en la pena o construir de nuevo la vida; sentirnos víctimas o mirar hacia adelante con confianza. El pasado ya no se puede cambiar. Es nuestra vida de ahora la que podemos transformar. Reiniciar las actividades abandonadas; proponernos vivir una hora, esta tarde, un día, sin mirar, cada vez, con angustia todo lo que nos espera.
Tal vez, por dentro se nos acumulan toda clase de sentimientos cuando recordamos al ser querido. Momentos de gozo
y de plenitud, recuerdos dolorosos, heridas mutuas, penas compartidas, proyectos que han quedado a medias. Cómo ayuda entonces poder comunicar lo que se siente a una persona amiga; poder llorar con alguien que comprenda nuestro dolor.
Puede brotar también en nosotros el sentimiento de culpa. Ahora que hemos perdido a esa persona, nos damos cuenta de que no la hemos comprendido, que la podíamos haber querido mejor. No es justo torturarnos ahora por errores cometidos en el pasado. Sólo sirve para deprimirnos. Es verdad que nuestro amor siempre es imperfecto. Ahora lo importante es aprender a perdonarnos a nosotros mismos y sentirnos perdonados por Dios.
A veces no es fácil recuperarse. La ausencia del ser querido nos pesa demasiado, y la tristeza y el desconsuelo se apoderan
de nosotros una y otra vez. Puede ser el momento de acudir a
la propia fe. Desahogarse con Dios no es pecado. Dios no rechaza nuestras quejas. Las entiende. Cuántos creyentes han encontrado de nuevo la fuerza y la paz en esa oración. «No sé lo que hubiera hecho si no hubiera tenido fe»; «Dios me está dando la fuerza que necesito.»
El evangelista Lucas nos describe una escena conmovedora que invita a despertar nuestra fe. Al acercarse a la pequeña aldea de Naím, Jesús se encuentra con una viuda que ha perdido a su hijo único al que llevan a enterrar. Al verla, Jesús se conmueve. Y de sus labios salen dos palabras que hemos de escuchar desde lo más hondo de nuestro ser como venidas del mismo Dios: «No llores.»
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