Día litúrgico: Miércoles XXIV del tiempo ordinario

Comentario
¿Con quién, pues, compararé a los hombres de esta generación?
Hoy,
Jesús constata la dureza de corazón de la gente de su tiempo, al menos
de los fariseos, que están tan seguros de sí mismos que no hay quien les
convierta. No se inmutan ni delante de Juan el Bautista, «que no comía
pan ni bebía vino» (Lc 7,33), y le acusaban de tener un demonio; ni
tampoco se inmutan ante el Hijo del hombre, «que come y bebe», y le
acusan de “comilón” y “borracho”, es más, de ser «amigo de publicanos y
pecadores» (Lc 7,34). Detrás de estas acusaciones se esconden su orgullo
y soberbia: nadie les ha de dar lecciones; no aceptan a Dios, sino que
se hacen su Dios, un Dios que no les mueva de sus comodidades,
privilegios e intereses.Nosotros también tenemos este peligro. ¡Cuántas veces lo criticamos todo: si la Iglesia dice eso, porque dice aquello, si dice lo contrario...; y lo mismo podríamos criticar refiriéndonos a Dios o a los demás. En el fondo, quizá inconscientemente, queremos justificar nuestra pereza y falta de deseo de una verdadera conversión, justificar nuestra comodidad y falta de docilidad. Dice san Bernardo: «¿Qué más lógico que no ver las propias llagas, especialmente si uno las ha tapado con el fin de no poderlas ver? De esto se sigue que, ulteriormente, aunque se las descubra otro, defienda con tozudez que no son llagas, dejando que su corazón se abandone a palabras engañosas».
Hemos de dejar que la Palabra de Dios llegue a nuestro corazón y nos convierta, dejar cambiarnos, transformarnos con su fuerza. Pero para eso hemos de pedir el don de la humildad. Solamente el humilde puede aceptar a Dios, y, por tanto, dejar que se acerque a nosotros, que como “publicanos” y “pecadores” necesitamos que nos cure. ¡Ay de aquél que crea que no necesita al médico! Lo peor para un enfermo es creerse que está bueno, porque entonces el mal avanzará y nunca pondrá remedio. Todos estamos enfermos de muerte, y solamente Cristo nos puede salvar, tanto si somos conscientes de ello como si no. ¡Demos gracias al Salvador, acogiéndolo como tal!

Señor Dios nuestro:
Tú llamas a la Iglesia a ser
como una casa abierta, una comunidad de acogida
en la que la gente puede encontrar a Jesús, tu Hijo.
Que este tu mismo Hijo continúe en nosotros
su lucha a muerte contra todo mal
y cambie el sufrimiento y la muerte
en manantiales de vida y alegría.
Y que así el mundo crea que él vive entre nosotros
y que él es el Señor que vive y reina
por los siglos de los siglos.
Hermanos: Ojalá lleguemos a ser la comunidad del Dios Viviente, que hace visible a Cristo en el mundo. ¿Estamos lejos todavía de ese ideal? Que nos acerquemos lo más posible a él, con la bendición de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo.