No descuidemos la higiene del corazón

Martes de la semana 28 del Tiempo Ordinario
“Cuando Jesús terminó de hablar, un fariseo lo invitó a comer a su casa. El entró y se puso a la mesa. Como el fariseo se sorprendió al ver que no se lavaba las manos antes de comer, el Señor le dijo: “Vosotros, los fariseos, limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro rebosáis de de robos y maldades”. (Lc 11,37-41)
Jesús no era amigo de la suciedad.
Ni de la suciedad de las manos, ni del corazón.
“Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”
Claro que no dijo “bienaventurados los que tienen limpias las manos”.
La limpieza y lavado de las manos más que un rito de higiene era un rito religioso.
Fruto de esa mentalidad de que:
El contacto con las cosas nos hace impuros.
El contacto con las personas nos hace impuros.
El contacto con los que sufren nos hace impuros.
Y esto es lo que Jesús pretende cambiar.
También él se sitúa en el plano de lo religioso.
El tocar con las manos la realidad de la vida no hace impuro a nadie.
No despreciemos la higiene de las manos.
Pero tampoco descuidemos la higiene del corazón.
Benditas las manos de los que se aman y acarician.
Benditas las manos que se alargan para saludar a todos.
Benditas las manos que se alargan para ayudar a los débiles.
Benditas las manos que se alargan para levantar a los caídos.
Benditas las manos de la mamá que sostiene en sus brazos al hijo.
Benditas las manos del que da limosna al pobre.
Benditas las manos del que limpia la cacas del anciano.
Benditas las manos de la enfermera que cuida a los enfermos.
Benditas las manos de la enfermera que da las medicinas al enfermo.
Benditas las manos del que empuja la silla de ruedas del inválido.
Benditas las manos del que parte el pan de la mesa.
Benditas las manos del que trae el pan a casa.
Benditas las manos del que da de beber al sediento.
Benditas las manos del que siembra el trigo en los campos.
Benditas las manos del que ara los campos para que den frutos.
Benditas las manos del que construye nuestras casas.
Benditas las manos del molinero que hace harina de nuestros granos.
Benditas las manos del que amasa la harina para que tengamos pan.
Benditas las manos del que abre la puerta al forastero.
Benditas las manos del que carga la camioneta para repartir a los pobres.
Tendremos que lavar esas manos por higiene.
Pero, en modo alguno, porque sean manos impuras.
Porque nada de lo que nos rodea es impuro.
Porque nada que ayude a los demás es impuro.
Prefiero las manos rudas del que lucha por la vida, que las manos enguantadas que no hacen nada.
Prefiero las manos sucias del que trabaja, que las manos suaves del que no hace nada.
Prefiero las manos del que limpia a un anciano o a un pobre, que las manos limpias del que evita contagiarse con el servicio y la caridad.
Jesús no se hizo ascos tocando al leproso.
Jesús no tuvo reparos en tocar los ojos del ciego.
Jesús no tuvo miedo a tocar las orejas del sordo.
Está bien que todos nos lavemos las manos evitando microbios e infecciones.
Pero no justifiquemos nuestro “no dar la mano a nadie” porque nos hace impuros.
Impureza es olvidarnos de los necesitados.
Impureza es dejar en el suelo al caído.
Impureza es dejar abandonado al enfermo de Sida.
Impureza es dejar de saludar al desconocido.
Impureza es dejar de dar pan al hambriento.
¡Benditas las manos de Dios que se atrevieron a tocar las debilidades humanas!
¡Benditas las manos de Dios que se dejaron clavar en el madero de la Cruz!
¡Benditas las manos de Dios que acarician al pecador invitándole a la vida!
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