Día litúrgico: Viernes XXVI del tiempo ordinario

Comentario
Hoy
vemos a Jesús dirigir su mirada hacia aquellas ciudades de Galilea que
habían sido objeto de su preocupación y en las que Él había predicado y
realizado las obras del Padre. En ningún lugar como Corazín, Bet-Saida y
Cafarnaúm había predicado y hecho milagros. La siembra había sido
abundante, pero la cosecha no fue buena. ¡Ni Jesús pudo convencerles...!
¡Qué misterio, el de la libertad humana! Podemos decir “no” a Dios...
El mensaje evangélico no se impone por la fuerza, tan sólo se ofrece y
yo puedo cerrarme a él; puedo aceptarlo o rechazarlo. El Señor respeta
totalmente mi libertad. ¡Qué responsabilidad para mí!Las expresiones de Jesús: «¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida!» (Lc 10,13) al acabar su misión apostólica expresan más sufrimiento que condena. La proximidad del Reino de Dios no fue para aquellas ciudades una llamada a la penitencia y al cambio. Jesús reconoce que en Sidón y en Tiro habrían aprovechado mejor toda la gracia dispensada a los galileos.
La decepción de Jesús es mayor cuando se trata de Cafarnaúm. «¿Hasta el cielo te vas a encumbrar? ¡Hasta el Hades te hundirás!» (Lc 10,15). Aquí Pedro tenía su casa y Jesús había hecho de esta ciudad el centro de su predicación. Una vez más vemos más un sentimiento de tristeza que una amenaza en estas palabras. Lo mismo podríamos decir de muchas ciudades y personas de nuestra época. Creen que prosperan, cuando en realidad se están hundiendo.
«Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha» (Lc 10,16). Estas palabras con las que concluye el Evangelio son una llamada a la conversión y traen esperanza. Si escuchamos la voz de Jesús aún estamos a tiempo. La conversión consiste en que el amor supere progresivamente al egoísmo en nuestra vida, lo cual es un trabajo siempre inacabado. San Máximo nos dirá: «No hay nada tan agradable y amado por Dios como el hecho de que los hombres se conviertan a Él con sincero arrepentimiento».

Señor Dios nuestro:
Nos resulta fácil condenar guerras, conflictos civiles,
corrupción, explotación, esclavitud de cualquier tipo.
Pero te pedimos, Señor Dios, aunque con mucha timidez,
que abras nuestros ojos al mal que anida en nosotros mismos.
Ayúdanos a ver que nosotros hacemos,
a menor escala, en nuestros pequeños mundos
el mal que recriminamos al gran mundo.
Haznos ver que nosotros también somos pecadores,
necesitados del gran perdón que benévolamente nos ofrece
Jesucristo, tu Hijo, nuestro Señor.
Hermanos: Lo lamentamos, y en nuestros mejores momentos realmente no lo queremos, pero el pecado siempre vuelve. Que Dios tenga misericordia de nosotros y nos otorgue su eficaz ayuda.
Y que la bendición de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo descienda
y permanezca siempre.