Conmoverse

“Un sábado…había allí un hombre que tenía parálisis en el brazo derecho. Los letrados y los fariseos estaban al acecho para ver si curaba en sábado…” (Lc 6,6-11)

Los evangelistas emplean un verbo muy especial para expresar la reacción de Jesús ante el sufrimiento de las gentes que encuentra en su camino. En general, las biblias lo suelen traducir diciendo que Jesús «se compadece». Pero el significado literal del término griego sugiere algo más. A Jesús «le tiemblan las entrañas» cuando ve sufrir a alguien. No puede pasar de largo. Todo su ser se conmueve.
Así reacciona cuando se le acerca un hombre destruido por la lepra, o cuando se encuentra, en la aldea de Naím, con una madre viuda a cuyo hijo llevan a enterrar, o cuando unos ciegos le piden en Jericó que abra sus ojos. En el texto evangélico de Lucas se nos dice que Jesús no puede celebrar la liturgia de la sinagoga sin hacer algo por aquel hombre que está allí, a la entrada, con una mano paralizada.
Es fácil vivir sin conmoverse ante el sufrimiento ajeno, y caminar por la vida sin advertir que estamos hablando con alguien que vive deprimido, que hemos saludado a una persona cogida por el miedo y la ansiedad, o que acabamos de despedir a un ser humano que está solo y desesperanzado. En una entrevista que le hicieron a S. Freud cuando el cáncer que acabó con él se le había ya manifestado, el padre del psicoanálisis decía así: «De vez en cuando tengo la satisfacción de estrechar una mano amiga. En un par de ocasiones he dado con un ser humano que casi llegaba a comprenderme. ¿Qué más se puede pedir?»
Ciertamente, se puede pedir algo más, o al menos buscarlo. Pero es necesario no pasar de largo. Detenerse más ante cada persona. Llevar bien abiertos los ojos y mirar más despacio a quien sufre. Es tan fácil correr tras los propios intereses dando la espalda a quien nos resulta molesto.
Sin embargo, pocas cosas hay más grandes que estar junto a la persona que sufre, compartiendo su pena y desvalimiento. Incluso, cuando no hay nada que hacer y todo parece perdido, la presencia cercana y amistosa aporta alivio y fuerza para vivir. Una escucha respetuosa y amable puede ayudar al que sufre a desahogarse. Una palabra dicha con tacto y ternura puede liberar de la soledad y abrir un horizonte nuevo.
Sé que puede parecer una ingenuidad hablar de estas cosas cuando se pretende reducir el comportamiento humano a una búsqueda del placer inmediato o cuando se predica el pragmatismo puro y duro como ideal supremo de vida, pero ¿se puede ser humano sin conmoverse ante el sufrimiento de un semejante?
Juan Jáuregui Castelo