Les aseguro que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto.
El que tiene apego a su vida la perderá; y el que no está apegado a su vida en este mundo, la conservará para la Vida eterna.
El que quiera servirme que me siga, y donde yo esté, estará también mi servidor. El que quiera servirme, será honrado por mi Padre.
Reflexión
Indudablemente que el programa que presenta Jesús a nosotros, que pretendemos ser sus discípulos y seguirlo, cuando
dice: “el que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, cargue con su
cruz y me siga”, no es un programa que a los ojos del mundo pueda
resultar cómodo ni fácil.
Renunciar
a nosotros mismos significa superar nuestras inclinaciones desordenadas
y afrontar las contrariedades que se nos presentan todos los días. La
negación de nosotros mismos supone posponer nuestros propios intereses,
nuestros propios gustos y nuestra propia comodidad, en beneficio de lo
que nos rodean. Significa también estar dispuestos a renunciar a lo que
sea, con tal de no perder la gracia de Dios.
Renunciamos
a nosotros mismos cuando aceptamos la voluntad de Dios, y obramos
conforme a lo que nos pide, y no conforme a lo que nosotros queremos.
Cargamos
nuestra cruz de cada día y seguimos a Cristo cuando aceptamos las
contrariedades que se nos presentan con buen ánimo, y se las ofrecemos
al Señor sin quejarnos.
Alguna
vez encontraremos la Cruz en una gran dificultad, en una enfermedad
grave, o en desastre económico, o tal vez en la muerte de un familiar.
Pero
la mayoría de las veces la encontraremos en pequeñas dificultades de la
convivencia diaria. En el trabajo o en nuestra casa. Molestias
producidas por el frío o el calor, problemas domésticos, o un artefacto
que se rompe justo cuando más lo necesitamos.
El
Señor nos pide que demos tanto a las grandes cruces, como a las
pequeñas de todos los días, un sentido sobrenatural, que sepamos
aceptarlas de buen ánimo. La Cruz, sea pequeña o grande, aceptada por
nosotros, nos trae la paz. En cambio, si la rechazamos y nos rebelamos
contra ella, nos trae tristeza, desasosiego y perdemos la paz del Señor.
Pero el Señor promete la felicidad a quienes decidan aceptar su programa y seguirlo. Por eso dice a sus discípulos: El que quiera asegurar su vida la perderá, pero el que sacrifique su vida por causa mía, la hallará
Las
contrariedades aceptadas por Cristo y ofrecidas a El, se vuelven
livianas. Nos ayudan a descubrir a Dios en los sucesos de cada día.
Agrandan nuestro corazón para ser mas comprensivos y generosos con los
demás.
En
cambio, si tratamos de evitar en forma sistemática todo sacrificio y
toda incomodidad, no encontraremos a Jesús en el camino de nuestras
vidas. Y esa es la manera más segura de perder la felicidad. ¡Cuántas
veces llegamos al final del día con la alegría perdida,! no por las
grandes contradicciones, sino por no haber sabido aceptar y ofrecer los
pequeños inconvenientes que se nos presentaron en la jornada.