Cuidado con los gatos



Martes de la semana 26 del Tiempo Ordinario
“Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del ciego y acabe con ellos?
Él se volvió y les regañó: - No sabéis de qué espíritu sois… “
(Lc 9,51-56)
Hace unos meses contemplaba uno de esos programas del Discovery. La verdad que me encanta la naturaleza y sobre todos los animales. Ese día trató sobre las mascotas. Esos lindos animalitos que, con frecuencia, sólo les falta hablar. Y cuál fue mi sorpresa cuando el comentarista decía: “Cuidado con los gatos mascotas. Son maravillosos. Pero nunca olviden que en el fondo son unos tigrillos domesticados. Fíjense en sus posturas y actitudes cuando quieren cazar algo. Las mismas del tigre”.
Me viene a la memoria esta experiencia, al leer el evangelio de este domingo 13 del ordinario del año, al ver la reacción de los discípulos contra aquellos samaritanos que se negaron a recibir a Jesús.
¿Alguien se imagina a Juan o Santiago llenos de rabia? ¿A caso no es Juan el discípulo bueno, el amado y preferido de Jesús, el que parece todo corazón y el que tanto nos hablará luego del amor? Y sin embargo son ellos dos los que se acercan a Jesús a preguntarle: “Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que acabe con todos ellos?”. “Jesús se volvió y les regañó”.
El corazón humano está lleno de misterio. Misterio de amor y de odio. De bondad y de maldad. De mansedumbre y de rabia. De generosidad y de tacañería. Incluso el corazón de los buenos.
¿Quién no lleva dentro un corazón lleno de violencia?
¿Quién no lleva dentro un corazón capaz de destruir?
¿Quién no lleva dentro un corazón capaz de matar?
Y lo curioso es que no dicen nosotros vamos a incendiar el pueblo. Piden que sea el cielo quien envíe ese fuego destructor. Y esto con el asentimiento del mismo Jesús al que tratan poner de su parte.
¡Cuántas cosas se han hecho en la historia en nombre de Dios!
¡Cuántos crímenes a título de fidelidad a Dios!
¡Cuántas marginaciones a título de fidelidad a la verdad!
¡Cuántas esperanzas marchitas en nombre de Dios!
¡Cuántas divisiones en la Iglesia a título de fidelidad!
En el fondo, no dejamos de ser también nosotros, creyentes y todo, gatos y mascotas domesticadas, que en cualquier momento, damos un zarpazo y herimos al hermano. Y no lo hacemos por malos. Lo hacemos como expresión de nuestro celo por Dios y por el Evangelio. Lo hacemos pensando que nuestro fuego no es fruto de los fósforos sino que es un fuego divino, fuego “del cielo”. ¡Al mismo Cristo lo crucificaron en nombre de Dios!
A Dios le hacemos mucho más daño haciendo de él una falsa presentación, que negándolo como ateos. El ateo no deforma a Dios. Sencillamente lo niega. Pero cuando los creyentes presentamos un Dios que justifica los disparates que hacemos, que justifica nuestras injusticias, o justifica nuestras segregaciones raciales, o incluso nuestras enemistades, o mandamos callar al que busca la verdad y el cambio, le estamos haciendo un muy pobre favor, porque estamos cerrando el camino a muchos que lo andan buscando con sinceridad.
Tendríamos que recordar lo que dice el Concilio Vaticano II: “Por eso, en esta génesis del ateísmo puede muy bien suceder que una parte no pequeña de la responsabilidad cargue sobre los creyentes, en cuanto que, por el descuido en educar su fe o por una exposición deficiente de la doctrina , o también por los defectos de su vida religiosa, moral y social, en vez de revelar el rostro auténtico de Dios y de la religión, se ha de decir que más bien lo velan”. (GS n 19)
Jesús les regañó porque:
Jesús es invitación, no obligación.
Jesús es llamada, no imposición.
Jesús es gracia, no ley.
Jesús es libertad, y no coerción.
La fe no se impone por la fuerza.
El seguimiento no se impone por la violencia.
La aceptación no se impone por la amenaza.
El camino de Jesús es diferente: “no se trata de hacer sufrir a los demás, sino de asumir de una manera salvadora el propio sufrimiento; no se trata de arrancar lo malo, sino transformarlo por la cruz en bueno”.
“Y se marcharon a otra aldea”.
Jesús ya les dio su oportunidad. Era su misión.
Jesús ya les dejó la semilla. Era su quehacer.
El verdadero celo por Dios y por el Evangelio no es imponerlo por la fuerza.
Es ofrecerlo.
Es dar oportunidades.
Es respetar libertades.
Y luego saber esperar…