Separados por un portón


Sólo un portón. De un lado alguien que vive la vida a lo grande “banqueteando espléndidamente”. Del otro lado, un mendigo a quien no le regala ni las migajas que caen de la mesa. Un portón que impide ver lo que hay al otro lado. El portón de la indiferencia. Los que están al otro lado no significan nada, no valen nada, son la basura de la vida. Para ellos ni las migajas.
El gran problema de la vida no está ni en ser rico o ser pobre. El verdadero problema está en esa terrible indiferencia del corazón humano frente a los demás. Una indiferencia que habla de frialdad del corazón y de la insignificancia el otro. Ahí está la verdadera raíz de nuestros problemas.
Un corazón indiferente no se entera de los problemas del otro, ni de las necesidades del otro, sencillamente porque el otro tampoco interesa. Si el otro no me interesa menos me han de interesar sus problemas.
Un corazón indiferente no es capaz de ver más allá de sí mismo, los otros no existen para él.
Un corazón indiferente vive en solitario para sí mismo, siempre tiene un portón que le separa del resto de la vida.
Con frecuencia se necesita de una gran catástrofe para que nos enteremos de que existe pobreza en Haití. Hasta que vino el terremoto, ¿cuántos sabían dónde estaba Haití? ¿Y quién se preocupaba del hambre y la miseria en que vivía aquella gente? Muchos que hoy hacen grandes declaraciones y grandes colectas, ¿qué hacían hasta entonces? Necesitamos de algo extraordinario para despertar nuestra sensibilidad y darnos cuenta de que los demás también existen.
Con lo ordinario de la vida se nos pasea el alma y no nos damos por enterados. ¿Será que en los grandes momentos nos sensibilizamos de verdad o no será que también nos aprovechamos de esas circunstancias para figurar y destacar y salir en las primeras planas? El bien, hecho con sinceridad, saca poco ruido. Las soluciones con mucho ruido duran lo que dura el momento de emergencia. Luego todo vuelve a ser igual y todos volvemos a donde estábamos. A nuestro silencio y a nuestra indiferencia.
El rico del Evangelio no es condenado por “vestir de púrpura y de lino y banquetear espléndidamente cada día”, sino por no enterarse de que al otro lado del portón de su casa un mendigo que sólo tiene como compañía unos perros que lamen sus heridas. No pedía mucho, sólo las migajas que caían de la mesa. Cuando falta sensibilidad preferimos barrer esas migajas y echarlas al basurero a compartirlas con el necesitado. Cuando el otro no nos duele, el alma se endurece y el corazón se seca.