Evangelio y Comentario de hoy Martes 03 de Septiembre 2013


Día litúrgico: Martes XXII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Lc 4,31-37): En aquel tiempo, Jesús bajó a Cafarnaúm, ciudad de Galilea, y los sábados les enseñaba. Quedaban asombrados de su doctrina, porque hablaba con autoridad. Había en la sinagoga un hombre que tenía el espíritu de un demonio inmundo, y se puso a gritar a grandes voces: «¡Ah! ¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres tú: el Santo de Dios». Jesús entonces le conminó diciendo: «Cállate, y sal de él». Y el demonio, arrojándole en medio, salió de él sin hacerle ningún daño. Quedaron todos pasmados, y se decían unos a otros: «¡Qué palabra ésta! Manda con autoridad y poder a los espíritus inmundos y salen». Y su fama se extendió por todos los lugares de la región.
Comentario
Quedaban asombrados de su doctrina, porque hablaba con autoridad
Hoy vemos cómo la actividad de enseñar fue para Jesús la misión central de su vida pública. Pero la predicación de Jesús era muy distinta a la de los otros maestros y esto hacía que la gente se extrañara y se admirara. Ciertamente, aunque el Señor no había estudiado (cf. Jn 7,15), desconcertaba con sus enseñanzas, porque «hablaba con autoridad» (Lc 4,32). Su estilo de hablar tenía la autoridad de quien se sabe el “Santo de Dios”.

Precisamente, aquella autoridad de su hablar era lo que daba fuerza a su lenguaje. Utilizaba imágenes vivas y concretas, sin silogismos ni definiciones; palabras e imágenes que extraía de la misma naturaleza cuando no de la Sagrada Escritura. No hay duda de que Jesús era buen observador, hombre cercano a las situaciones humanas: al mismo tiempo que le vemos enseñando, también lo contemplamos cerca de las gentes haciéndoles el bien (con curaciones de enfermedades, con expulsiones de demonios, etc.). Leía en el libro de la vida de cada día experiencias que le servían después para enseñar. Aunque este material era tan elemental y “rudimentario”, la palabra del Señor era siempre profunda, inquietante, radicalmente nueva, definitiva.

La cosa más grande del hablar de Jesucristo era el compaginar la autoridad divina con la más increíble sencillez humana. Autoridad y sencillez eran posibles en Jesús gracias al conocimiento que tenía del Padre y su relación de amorosa obediencia con Él (cf. Mt 11,25-27). Es esta relación con el Padre lo que explica la armonía única entre la grandeza y la humildad. La autoridad de su hablar no se ajustaba a los parámetros humanos; no había competencia, ni intereses personales o afán de lucirse. Era una autoridad que se manifestaba tanto en la sublimidad de la palabra o de la acción como en la humildad y sencillez. No hubo en sus labios ni la alabanza personal, ni la altivez, ni gritos. Mansedumbre, dulzura, comprensión, paz, serenidad, misericordia, verdad, luz, justicia... fueron el aroma que rodeaba la autoridad de sus enseñanzas.

Coherentes para ser creíbles
Estamos en Cafarnaún. Aquí, sí, Jesús es acogido y recibido con gusto. Y todo cambia; sana, enseña y moviliza graciosamente a la gente del pueblo. Y todos expresan su admiración y agradecimiento con una palabra: autoridad. ·”Hablaba con autoridad”, “Da órdenes con autoridad”, “¿Qué tiene su palabra?”.
Todo ha acontecido en torno a un hecho: Jesús sorprende en la sinagoga a un pobre hombre dominado por un espíritu inmundo. Y queda sano, al conjuro de la palabra de Jesús “Cierra la boca y sal”.  La respuesta de la gente es magnífica. A la lógica admiración de todos, se asocia la voz del demonio: “Sé quién eres: el Santo de Dios”.  La cosa es clara: el Maestro de Nazaret se carga de autoridad porque piensa y desea el bien, proclama un Reino de bondad y sus obras son amor, paz, servicio y entrega de su vida. Él es el “varón de dolores”, el que ha venido, como pastor bueno, a dar vida en abundancia, el que ha venido a servir y no ser servido.
En el ranking de las instituciones que merecen confianza y credibilidad, según las encuestas, la Iglesia queda “en la parte baja de la tabla”. Sí, hay mucho prejuicio acumulado y mucha resaca histórica, pero a los cristianos nos ha de escocer y poner en guardia. Todos los hijos de esta Iglesia hemos de sentirnos acuciados a “sacarle los colores”, a quitarle las arrugas al rostro de la Iglesia. Que sus palabras y gestos resulten creíbles, sorprendentes, valiosos, amables, para los hombres de nuestro tiempo. Que los cristianos seamos coherentes y auténticos no significa que seamos santos sino que nos ponemos en camino, que queremos ser salvados en nuestra menesterosidad. Que no se diga nunca de nosotros: “Haced lo que ellos dicen, pero no hagáis lo que ellos hacen”.  Que todos huelan que anunciamos a Dios, y no, a nosotros mismos, a nuestras instituciones y estructuras. La experiencia confirma que, en la medida en que la Iglesia se desnuda del brillo mundano, se va vistiendo de credibilidad, de aceptación, de visibilidad  de Evangelio.

Conrado Bueno, cmf