En
la religión judía, un punto muy importante era mantenerse puro, pues no
se podía participar en el culto sin poseer ese estado de pureza. La
palabra pureza no tenía para ellos el mismo sentido que le damos ahora.
Hombre puro era el que no se había contaminado, ni siquiera por
inadvertencia, con alguna de las cosas prohibidas por la Ley.
Por
ejemplo, la carne de cerdo y de conejo era considerada impura: no se
debía comer. Una mujer durante su menstruación o cualquier persona que
tuviese hemorragias eran tenida por impura durante un determinado número
de días, y nadie debía ni tocarlas siquiera. Un leproso era impuro
hasta que sanara. Si caía un bicho muerto en el aceite, éste se hacía
impuro y se debía tirar, etc. Todo el que se hubiera manchado con esas
cosas, aunque no fuera por culpa suya, tenía que purificarse,
habitualmente con agua, y otras veces pagando sacrificios. Estas leyes habían sido muy útiles en un tiempo para acostumbrar al pueblo judío a vivir en forma higiénica.
Servían, además, para proteger la fe de los judíos que vivían en medio de pueblos que no conocían a Dios.
La
pureza del corazón y la santidad es una meta para todos los bautizados.
En este tema es definitivo el Concilio Vaticano II cuando dice que:
“Todos los fieles de cualquier estado y condición están llamados a la
plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad y esta
santidad suscita un nivel de vida más humano incluso en la sociedad
terrena.” Jesús mandó a todos sus discípulos “sed perfectos como vuestro
Padre celestial es perfecto”.
Hoy
también podemos caer en la tentación de darle más valor a los preceptos
de los hombres que al precepto con mayúscula de Dios, el precepto del
amor.
El
pueblo judío, con el tiempo, se había cargado de normas, en cuyo origen
había estado el cumplimiento de obligaciones para con Dios. Pero en la
época de Jesús, muchas de esas normas, eran solo signos exteriores, que
perdían de vista lo verdaderamente importante.
Jesús les repite las palabras del profeta Isaías: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí.
A Dios no se le puede honrar sólo con manifestaciones exteriores, se le debe honrar en espíritu y en verdad.
Y el Señor, no se pronuncia “contra la ley” ni
“contra las exteriorizaciones de la ley”. Jesús, fue respetuoso de las
leyes de su pueblo, como lo fueron José y María, pero siempre antepuso
“el hombre” a la “ley”. Siempre antepuso el amor.
A la luz de este evangelio, tenemos que analizar ¿qué ve en nosotros Jesús hoy?
¿Cómo actuamos?. ¿Cumplimos con los ritos sólo exteriormente, o verdaderamente lo que nos mueve es el amor?.
Cumplir
con los ritos exteriores cuando son verdaderamente expresión de lo que
tenemos en nuestro corazón es realmente bueno y agradable a Dios.
Pero el Señor, nos pide coherencia.
Muchas
veces vemos en nuestro pueblo, que se le da demasiada importancia a
fórmulas, ritos y costumbres, pero se disocia la religión de la vida.
Eso es lo que Jesús criticó a los fariseos y nos critica también a nosotros hoy.
El
Señor quiere y espera de nosotros que pongamos empeño en ser limpios de
corazón. Los ritos de purificación, de limpieza del pueblo judío, eran
simples manifestaciones exteriores, y Jesús les muestra que lo que
verdaderamente es importante no es tener “limpias” las manos, sino el
corazón. Centrarse sólo en los ritos es vivir una religión exterior
vacía, una religión que reemplaza a la auténtica fe.
El
Señor nos quiere libres, dispuestos a cambiar aquello que haya que
cambiar, para no perder lo verdaderamente importante. Lo que debe
gobernar nuestros actos es el amor al prójimo y la rectitud de intención
en toda circunstancia.
Pidamos hoy a María, nuestra madre, esa pureza del corazón que Jesús nos enseña.