En
aquel tiempo se enteró el tetrarca Herodes de la fama de Jesús, y dijo a sus
criados: «Ese es Juan el Bautista; él ha resucitado de entre los muertos, y por
eso actúan en él fuerzas milagrosas». Es que Herodes había prendido a Juan, le
había encadenado y puesto en la cárcel, por causa de Herodías, la mujer de su
hermano Filipo. Porque Juan le decía: «No te es lícito tenerla». Y aunque
quería matarle, temió a la gente, porque le tenían por profeta. Mas llegado el
cumpleaños de Herodes, la hija de Herodías danzó en medio de todos gustando
tanto a Herodes, que éste le prometió bajo juramento darle lo que pidiese.
Ella, instigada por su madre, «dame aquí, dijo, en una bandeja, la cabeza de
Juan el Bautista». Se entristeció el rey, pero, a causa del juramento y de los
comensales, ordenó que se le diese, y envió a decapitar a Juan en la cárcel. Su
cabeza fue traída en una bandeja y entregada a la muchacha, la cual se la llevó
a su madre. Llegando después sus discípulos, recogieron el cadáver y lo
sepultaron; y fueron a informar a Jesús.
Palabra
del Señor.
Reflexión
Jeremías
y todos los profetas de Israel fueron siempre perseguidos por proclamar el
incómodo mensaje de Dios, que exige una auténtica conversión del corazón.
Pero
siempre afrontaron la persecución con ánimo viril e intrépido, aun a costa de
la propia vida y del derramamiento de la propia sangre, como Juan Bautista,
para dar testimonio de la verdad de Dios y de su palabra.
Juan
el Bautista es el ejemplo clásico de la defensa inerme y valiente del profeta
que, por defender su fe y la verdad, termina su vida como víctima fecunda,
prefiguración de la muerte redentora de Cristo.
El
verdadero cristiano, entonces, se convierte en “mártir”. Más aún, sólo el
mártir es el verdadero cristiano y testigo de Cristo (en griego, mártir
significa “testigo”). Toda la historia de la Iglesia se ha visto coronada y
adornada con la vida de tantos hijos suyos que, por amor a Jesucristo y por su
fe en Él, se han convertido en mártires. Ésta es la condición radical del
cristiano. Todos debemos estar dispuestos, por amor a Él y por su Iglesia, a
ser testigos intrépidos del Evangelio, incluso hasta dar nuestra propia vida
por Él.