Cuando un padre ejemplar de una familia fallece, es de gran consuelo para su esposa y amigos si sus ideales y estilo de vida permanecen  vivos en sus hijos. “Él sigue inspirándoles”, se dice. Jesús no está muerto, pues, aunque murió, resucitó a una nueva vida, aunque ya no esté físicamente entre nosotros.  Pero su Espíritu mismo  está todavía con nosotros, como un aliento, como el viento, o incluso como una tormenta. Donde él sopla, le sentimos sin verle. Él toca nuestros corazones  y nos empuja hacia este mundo frío,  para renovarnos a nosotros, a nuestra Iglesia y a nuestro mundo por medio de nuestras manos y corazones. Oremos para que este Espíritu viva siempre en nosotros.
Homilias de Juan Jauregui. www.juanjauregui.com

"Si me amáis, guardaréis mis mandamientos”
Los guardias de tráfico y cualquiera que va sentado al volante saben que en la carretera son necesarias las señales de mandato o de prohibición. Sin ellas, la carretera sería un caos y se producirían innumerables accidentes. También en la vida humana son necesarios mandatos y prohibiciones; de lo contrario, la vida sería un caos; reinaría la ley de la selva, la ley del más fuerte.

Eran dos los sospechosos de un asesinato. El joven abogado conocía la verdad: ¡el asesino era su propio padre! Sin embargo, había reunido abundantes documentos y testigos falsos para hacer recaer la culpabilidad en un extraño. ¡Y cuánto mal hacen en el mundo los testigos falsos!
-¿Esto no va contra tu conciencia? -le preguntó un colega.
-¿Qué quieres? ¡Se trata de mi padre! -respondió el abogado.
-¿Y pretendes defender a tu padre a costa de que sea condenado un inocente? -siguió preguntando el colega.
El abogado respondió con el silencio. Y logró salvar a su padre con el triunfo de la mentira. Allá en la cárcel, el inocente indefenso pagó las consecuencias.
Este abogado, al pasar por encima de su conciencia, no amaba a Cristo.
Una joven sencilla tenía su más cordial amistad con los pobres del pueblo.
-¿Me quieres? -preguntó la joven a su novio enamorado. .
-¡Con toda mi alma! -respondió zalamero el muchacho. -
-¿Tal como soy?
-¡Tal cual eres, cariño! -aseguró él.
El problema surgió cuando, ya casados, la joven esposa llegaba con frecuencia a casa acompañada de gente pobre y mal vestida. Él entonces manifestó su desagrado y su rechazo.
-¿No me quieres? -preguntó su esposa.
-¡Te quiero a ti, no a ellos; como tampoco a tu madre, que está demasiado metida en esta casa! -gritó con mal humor.
-Si no amas a los que yo amo, tampoco me amas a mí
-se quejó con mansedumbre la esposa.
-Te amo a ti y al amor que me tienes a mí, no al amor que le tienes a esta gentuza -respondió él.
-En ese caso, lo único que amas de mí es lo que te interesa a ti, y eso se llama egoísmo -añadió ella.
Al no amar a su suegra y a aquellos pobres, no respetaba los sentimientos de amor que tenía su esposa hacia ellos; por lo tanto, tampoco la amaba a ella.
Pues bien; el que no ama a los demás, buenos o malos, tampoco respeta los sentimientos de amor que tiene Cristo hacia ellos, y por lo tanto no ama a Cristo. Para amar a Cristo, de verdad, hay que amar al prójimo. Y el amor al prójimo es la mejor manera de comprobar que de verdad amamos a Dios y que no todo se queda en palabras, más o menos bonitas, dirigidas a Él.
Al fin y al cabo, al final de nuestras vidas seremos examinados del amor al prójimo; y esto nos lo recuerda aquella bella canción: «Al atardecer de la vida me examinarán del amor...».