Evangelio de hoy
Lectura del santo evangelio según san Juan (15,9-17):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud. Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros.»
Palabra del Señor
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud. Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros.»
Palabra del Señor
Queridos hermanos:
“Porque Dios es amor” nos dice la segunda lectura. La resurrección de Jesús es el triunfo del amor de Dios. El amor consiste en que Dios nos quiere. Nos quiere antes de que podamos corresponderle. Nos quiere aunque no lo queramos. El amor de Dios es amor que lleva la iniciativa; “en esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados”, es pura gratuidad que no necesita recompensa, ni reciprocidad.
Así debe ser el amor cristiano: “no sois vosotros los que me habéis elegido; soy yo quien os he elegido; y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure”. El fruto es el amor al prójimo, no podemos limitarnos a querer a los que nos quieren, ni querer para que nos quieran o nos lo agradezcan. La clave es que los otros son el rostro de Dios, están hechos a su imagen y semejanza, por eso hablaremos del amor a los enemigos. Y es que amar no consiste sólo en poner buena cara, repartir sonrisas, dar buenas palabras, no decir “no” a nada… amar consiste también en dar la cara por los débiles, alzar la palabra contra los poderosos, decir no a los opresores. En esto se funda la alegría que es fruto de la Pascua y del amor: “os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud”.
Si hoy nos cuesta aceptar a Cristo resucitado es porque nos resistimos aceptar la alegría del amor. Si bien la aceptamos con los labios, en la práctica afirmamos lo contrario, ya que en muchas ocasiones cuenta más la fuerza, la astucia, la trampa, el dinero, los intereses… y la palabra “amor” se descubre como un adorno bello, que cuando se hace exigente: “nos amó hasta el extremo”, se abandona con algunas de las muchas justificaciones que todos nos hacemos: no se me pedirá tanto. Y sigue la machacona insistencia de Jesús: “nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”. Dar la vida. En muchos casos sería bastante con no quitarla, con dar vida, con ayudar a vivir, desviviéndose por los más pequeños.
“Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer”. Nos lo ha dicho todo, nos ha dado a conocer su secreto, nos hace sus amigos, podemos tratarle de tú a tú. El amor es la vida del hombre nuevo, su obra está cumplida. No sólo resucita Jesús, sino que nos resucita y nos invita a vivir la experiencia de abandonar el hombre viejo basado en el egoísmo y lanzarnos a vivir el “que os améis unos a otros”, que es la plenitud del hombre nuevo. En ocasiones, muchas de nuestras expresiones de fe permanecen huecas de contenido humano, si la fe no se asienta en el amor. Ahora podemos entender lo que dice Pedro en la primera lectura: “Está claro que Dios no hace distinciones; acepta al que lo teme y práctica la justicia, sea de la nación que sea”. El amor de Dios es universal, es resurrección, es construcción del Reino.
Hoy la Iglesia española al menos, celebra el Día del Enfermo, se nos recuerda que estar cerca de ellos es una exigencia del amor cristiano. Son los últimos, por no tener no tienen ni salud. Nuestra sociedad suele ocultar a los enfermos, se les atiende mucho mejor en los hospitales, pero se suele olvidar el estar con ellos. En este día podemos visitarlos, acompañarlos, animarlos, hacerlos presentes en nuestras comunidades parroquiales, en ocasiones celebrar con ellos la Unción de los enfermos, ofrecerles un regalo y acercarnos a sus sufrimientos. A todos los tenemos presentes, sobre todo a los que no han podido venir a nuestra celebración, en ellos también se manifiesta la resurrección.
El amor es a esencia del cristianismo, su señal de identidad, el encargo recibido por Jesús, no pienses en algo extraño, es lo que tiene que pasar entre tú y yo.
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“Para que mi alegría esté en vosotros”…
NO es fácil la alegría. Los momentos de auténtica felicidad parecen pequeños paréntesis en medio de una existencia de donde brotan constantemente el dolor, la inquietud y la insatisfacción.
El misterio de la verdadera alegría es algo extraño para muchos hombres y mujeres. Todavía, quizá, saben reír a carcajadas, pero han olvidado lo que es una sonrisa gozosa, nacida de lo más hondo del ser.
Tienen casi todo, pero nada les satisface de verdad. Están rodeados de objetos muy valiosos y prácticos, pero no saben apenas nada de amor y amistad. Corren por la vida absorbidos por mil trabajos y ocupaciones, pero han olvidado que estamos hechos para la alegría.
Por eso, algo se despierta en nosotros cuando escuchamos las palabras de Jesús: “Os he hablado para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría llegue a plenitud”. Nuestra alegría es frágil, pequeña, y está siempre amenazada. Pero algo grande se nos promete. Poder compartir la alegría misma de Jesús. Su alegría puede ser la nuestra.
El pensamiento de Jesús es claro. Si no hay amor, no hay vida. No hay comunicación con Jesús. No hay experiencia del Padre.
Si falta el amor en nuestra vida, no queda más que vacío y ausencia de Dios. Podemos hablar de Dios, imaginarlo, pero no experimentarlo como fuente de alegría verdadera.
Entonces, el vacío se llena de dioses falsos que toman el puesto del Padre, pero que no pueden hacer brotar en nuestra existencia la verdadera alegría de la que estamos sedientos.
Quizá los cristianos hemos meditado poco en la alegría de Jesús, y no hemos aprendido a “disfrutar” de la vida, siguiendo sus pasos. Sus llamadas a buscar la felicidad verdadera se han perdido en el vacío, tal vez porque los hombres seguimos obstinados en pensar que el camino más seguro de encontrarlo es el que pasa por el poder, el dinero o el sexo…
La alegría de Jesús es la de quien vive con una confianza ilimitada y transparente en el Padre. La alegría del que sabe acoger la vida con agradecimiento y veneración. La alegría del que ha descubierto que la vida entera es gracia.
Pero la vida se extingue tristemente en nosotros, si la guardamos para nosotros solos, sin acertar a regalarla.
La alegría de Jesús no consiste en disfrutar egoístamente de la vida. Es la alegría de quien da vida, de quien ayuda a crecer, de quien sabe crear las condiciones necesarias para que crezca y se desarrolle una vida más humana.
He aquí una de las enseñanzas claves del Evangelio. Sólo es feliz quien hace un mundo más feliz. Sólo conoce la alegría quien sabe regalarla a los demás. Sólo vive quien hace vivir a otros…
San Juan de forma explícita parece que quiere indicarnos con claridad dos caminos para vivir en esta alegría de Jesús:
“Como el Padre me amó así os he amado yo. Manteneos en ese amor”… El amor y la amistad con el Señor, es la forma de compartir la alegría de Jesús. Es aquello que nos dice Santiago: “Dios puede ser tu amigo. Hazte digno de Él”.
Y la otra fuente inagotable de alegría: “Amaos unos a otros”…
¿Crece nuestro amor a los demás? Por que el amor o crece o decrece, el amor es una realidad que no puede permanecer estancada…
Sería bueno que nos preguntásemos si crecemos en el amor a los que tengo a mi lado: mi marido, mi mujer, mis hijos, mis padres, mis amigos… ¿Crece mi amor hacia ellos o se ha estancado en la rutina, la monotonía, la costumbre?
Hacer crecer el amor es una eterna fuente de alegría, por eso el único mandamiento de la vida cristiana es el Amor, por eso nuestra religión debiera ser la religión de la alegría, del júbilo, de la esperanza…
Es triste comprobar que muchos matrimonios que un día se quisieron de veras, conviertan su relación en un mero soportarse. Nunca se besan tiernamente, ya no hay regalos el día del santo o cumpleaños, ya desparecieron aquellas palabras tiernas y amorosas entre ambos. Ella, que era la más maravillosa del mundo, ahora es la más pesada e inaguantable. Y él, antes el “hombre más interesante” es ahora, un egoistón.
Y cuando se escuchan ciertas disputas entre padres e hijos, uno no puede por menos de entristecerse, porque con relativa facilidad aparecen frases despectivas, descalificaciones, que no hacen sino mostrar la distancia que hay entre ellos.
Las relaciones entre familiares, con los amigos… ¿Crecen o decrecen?
Un mundo cargado de pesimismo, de desesperanza, de frustraciones, no será quizá, la mejor muestra para indicarnos que el tan “cacareado amor” de nuestros días, es una realidad que está en declive y por ello cada vez, hay más tristeza, más muerte, más odios, más guerras.
Crecer en el amor es la mejor receta para crecer en alegría. Crecer en amor, debiera de ser las consigna y la tarea de todo cristiano.
Pidamos a Cristo resucitado, la gracia de ir creciendo en amor a los que tenemos a nuestro lado