Reflexión del Evangelio



LA CANANEA

A nivel “popular”¡qué difícil entender la escena de la Cananea! Estamos acostumbrados a un Jesús tierno y solícito que casi siempre se adelanta a las necesidades de los que se cruzaron en su camino y las resuelve con celeridad y prontitud. Aquí, sin embargo, asistimos a un espectáculo insólito: una mujer pide a Jesús no para ella misma: para su hija. Una hija enferma debe ser uno de los mayores dolores humanos. Jesús, sin embargo, se resiste y se resiste duramente, al menos en apariencia, hasta arrancar del corazón de madre una de las más preciosas oraciones que recoge el Evangelio. Tan preciosa que venció totalmente el corazón de Cristo. Y se hizo el milagro: al elogio de Jesús a la mujer siguió puntualmente el cumplimiento de la petición que ésta le formulaba. En aquel momento, dice el Evangelio, quedó curada su hija.
Preciosa la escena. Y aleccionadora. En muchas ocasiones a lo largo de la vida hemos sentido el asombro que se experimenta al comenzar la lectura de este pasaje del Evangelio. En muchas ocasiones nos hemos encontrado con algo a lo que calificamos de «silencio de Dios" o, todavía más, de «rechazo de Dios». Situaciones inexplicables, incomprensibles, que aparentemente no tienen respuesta. A veces nos sentimos como debió de sentirse la Cananea ante las primeras palabras de Cristo: rechazados, excluidos del círculo de los suyos. Es una sensación que quizá hayamos tenido personalmente en algún momento.
Hay que seguir leyendo y hay que seguir copiando de la Cananea. Por encima del rechazo, el amor a la hija y la confianza absoluta en Aquél a quien se dirigía resolvió a su favor la situación, que no se le presentaba favorable. Consiguió lo que quería para su hija y recogió de Cristo, para ella, un auténtico piropo: ¡Qué grande es tu fe! Una fe a la que Jesucristo vinculó la concesión de lo que se le pedía.
¡Qué bueno es orar! Hoy también. En medio del trasiego y la prisa, entre el ruido y el aturdimiento, a pesar del trabajo, por encima de los compromisos sociales y de las diversiones, en los días hábiles y en los de ocio, en el campo y en la ciudad, en casa y en el templo, ¡qué bueno encontrar sitio y hora para rezar! Un cristiano apenas podría explicarse sin esos momentos de oración sincera, calmada y reconfortante. Como un hombre apenas puede explicarse sin esos momentos de conversación sincera, pausada y reconfortante con los otros hombres, y sobre todo, con aquellos con los que comparte ilusiones y proyectos.
¿Ustedes conciben unos novios que no hablasen nunca? ¿Es posible que existan matrimonios que no tengan nada que decirse? ¿Conocen amigos que no tengan frecuentes y largas conversaciones? ¿Hablan ustedes con sus hijos? Si el hombre no habla con aquellos que le rodean y, sobre todo, con aquellos con los que comparte su vida, es que está perdiendo una de sus más preciosas facultades y está fabricándose un mundo de soledad y de angustia. Cuando falla la conversación entre los novios, o el matrimonio, o los amigos, o los hijos, es que se está acabando el amor y la amistad.
Pues así es exactamente lo que le pasa a un cristiano con su Dios, un Dios personal con el que se comparte la vida, con todas sus ilusiones y sus decepciones, un Dios con el que se habla, con el que se cuenta, a quien se pide, como la Cananea, y a quien se agradece. Dios y el cristiano son dos amigos que entretejen juntos cada día y repasan juntos cada acontecimiento. Y esto no puede hacerse sin orar.
Le interesa, nos interesa a los cristianos, reconquistar en nuestra vida el tiempo y el espacio que debe ocupar la oración, el encuentro amoroso y diario con Dios, el momento en que repasemos con El nuestro modo de concebir la vida, nuestro modo de realizarla, nuestro peculiar estilo de vivirla. El momento de acercarnos a su fuerza, a su bondad, a su misericordia, para hacernos poco a poco semejantes a El. Es inconcebible una auténtica relación con Dios vivida en el silencio que supone la ausencia de oración.
Posiblemente una de las pérdidas de este vértigo que nos rodea a todos en la época del ruido y la velocidad, sea la pérdida del gusto por la oración entendida como necesidad de ponerse en contacto con Dios para encontrar la respuesta adecuada a lo que pedimos y a vivir sin que ningún demonio de tantos como andan sueltos nos atenacen como atenazaba a la hija de esta mujer cananea que nos da un ejemplo tan vivo y tan atrayente de lo que es rezar de verdad.