Meditación Dominical
Estar siempre con Cristo (Jn 14,1-12)

Jesús llamó a sus doce apóstoles con dos finalidades precisas: "Para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar" (Mc 3,14). Esta segunda finalidad es la responsable del nombre de "apóstoles" (enviados). La misión apostólica tiene su origen en Dios y es prolongada en la tierra por los discípulos de Jesús: "Como el Padre me envió a mí, así os envío yo a vosotros" (Jn 20,21).
La misión apostólica, que es el deber de anunciar a Cristo y hacer de todos los pueblos discípulos suyos, tiene asegurada la presencia de Cristo, según la promesa que él mismo hizo a sus apóstoles: "Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,20). Esta promesa de Cristo es lo que la Iglesia ha experimentado fuertemente estos últimos días. Después que Dios llamó a su siervo fiel, el Papa Juan Pablo II, a entrar en el gozo de su Señor y estar para siempre con él, la Iglesia en la tierra no quedó huérfana; ella siguió siendo la Esposa amada de Cristo y siguió siendo gobernada por él, según su promesa: “Estoy con vosotros todos los días”. Lo demuestra el hecho de que en sólo 24 horas (el Cónclave más breve de los últimos tiempos) le dio un nuevo Pastor Supremo, a quien confía el cuidado de sus propias ovejas: “Apacienta mis ovejas” (Jn 21,15). El Papa Benedicto XVI en su primera homilía ha declarado: “Yo, Sucesor de Pedro... vuelvo a escuchar con emoción íntima la consoladora promesa del divino Maestro: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16,18). Aunque los Sumos Pontífices se suceden unos a otros Benedicto XVI es el número 265-, Jesucristo es el mismo ayer, hoy y lo será para siempre” (Heb 13,8).
Jesús llama a sus apóstoles para estar siempre con él; y, sin embargo, en la última cena, les anuncia su próxima partida. ¿Significa que aquel "estar con él" está por terminar? Ante la consternación de ellos les aclara: "Voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros". ¿Cuánto durará su ausencia? ¿Cuándo vendrá a tomarlos consigo: después del fin del mundo, en el momento de la muerte de cada uno, o en algún otro momento? En realidad, esa separación será breve: durará sólo tres días. Después de esos días, en los que Jesús murió y resucitó, se hará presente a sus discípulos de una manera mucho más íntima y real: se hará la propia vida de ellos; les concederá a ellos gozar de su propia vida divina.
En el Evangelio que leemos hoy, en dos oportunidades dice Jesús: "Creedme: Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí". Este mismo Jesús nos dejó su propia carne como comida y su sangre como bebida en el sacramento de la Eucaristía y asegura: "El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él... El que me coma vivirá por mí" (Jn 6,56.57). No lo dice para el fin del mundo ni para el fin de nuestra vida; ¡lo dice para ahora! Por eso, él declara: "Yo soy el camino... Nadie va al Padre sino por mí", ahora. Permaneciendo en él por medio de la Eucaristía, estamos ya en el Padre. Estamos llamados a estar con él de una manera tan profunda que nos permita decir lo que afirmaba San Pablo: "Ya no soy yo quien vive: es Cristo quien vive en mí" (Gal 2,20). Por eso el cristiano que se priva de la Eucaristía dominical, se priva de Cristo y de Dios mismo. Esta es la pérdida radical, total; no existe una pérdida mayor.


+ Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Los Angeles (Chile)