Evangelio según San Juan 6,51-58.
Jesús dijo a los judíos:
"Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo".
Los judíos discutían entre sí, diciendo: "¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?".
Jesús les respondió: "Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes.
El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.
Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida.
El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él.
Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí.
Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente".
Queridos hermanos:
La semana pasada reflexionamos sobre lo que significa creer en Jesucristo como Pan de Vida eterna; hoy se nos habla de las murmuraciones contra Jesús, que dice: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” y:”los judíos disputaban entre sí”: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne? Esta expresión nos recuerda: que en esto humano de aquí (abajo), encontramos algo distinto y superior, algo que nos invita a la trascendencia, que parece bajado del cielo.
Es verdad que en esta vida, en ocasiones nos conformamos con poco: con una democracia reducida a votar cada cuatro años, pero sin participación, un sistema económico que crea riqueza para algunos, pero también desigualdad, pobreza y miseria para muchos, un estado de bienestar que descansa sobre el malestar de otros. Nos están tapando la boca con pan, y no nos permiten reclamar el pan del cielo, en ese empeño de reducir todo a lo material, lo económico sobre todo, en detrimento de lo espiritual. No podemos conformarnos sólo con el bienestar, debemos aspirar a ser mejores, a poner algo de lo que llamamos cielo, en nuestra realidad personal y social.
Los hombres debemos buscar constantemente el sentido de esto que se llama vida, no se trata de saber cosas, sino saber de la vida misma, saboreándola con gusto. Tenemos que penetrar en el misterio de la vida, sin encerrarnos sólo en un aspecto, como caminantes seres que sufren y gozan, mueren o nacen, se relacionan con la tierra, viven con otros… Cuando decimos que Dios nos habla, afirmamos que lo vamos encontrando en ese preguntarnos por la vida, el no está en un cielo lejano, sino allí debajo de nuestro propio misterio. En Jesús encontramos las respuestas a los interrogantes de la vida. En palabras de Gloria Fuertes: “está debajo de nuestra corbata”.
El cristianismo, (esto es lo original), pretende responder a los interrogantes del hombre, sin salir del hombre, ya que en el hombre-Cristo descubre a Dios. Nuestro Dios ha bajado del cielo en Jesús y en lo transcendente oculto y en ocasiones escondido, por eso se le puede rezar sin abandonar el mundo, amar en el amor a los demás hombres, dar culto en el servicio fraterno de la caridad y sobre todo preguntarse por Dios al preguntarnos por nosotros mismos. Como nos dice la segunda lectura: “Fijaos bien cómo andáis; no seáis insensatos, sino sensatos, aprovechando la ocasión, porque vienen días malos. Por eso, no estéis aturdidos, daos cuenta de lo que el Señor quiere”.
Todo el largo discurso de Juan en estos domingos, nos habla de que Jesús es el pan que ha bajado del cielo, para sanarnos de los estragos causados por las preocupaciones y la falta de sentido en la vida. Ese pan se hace carne y sangre, alimentos para calmar el hambre que ningún pan puede saciar y la sed que ninguna agua puede apagar. Celebrar la Eucaristía, comulgar es gustar ese pan, participar en su misión con los pobres, pero no sabremos apreciar de verdad el pan del cielo, sí nosotros no nos hacemos también pan, alimento para los demás. No comeremos con provecho ese pan celestial, sí nuestra vida no es también entrega a los demás y servicio al mundo.
Jesús es el pan bajado del cielo, para que comamos y recuperemos el buen gusto por la vida. Porque la vida no es sólo comer y disfrutar, sino compartir y conversar sobre lo que más nos importa: construir otro mundo en el que quepamos todos y estemos a gusto. Para los cristianos el pan para el camino es la Eucaristía, que es la fuente de esperanza donde ir a refrescarse y a encontrarse con los que comen el mismo pan. Allí escucharemos: “El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el pan de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre”. Comamos de este pan
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A
muchos hombres y mujeres de esta generación, nacidos en familias
creyentes, bautizados a los pocos días de vida y educados siempre en un
ambiente cristiano, les ha podido suceder lo mismo que a mí. Hemos
respirado la fe de manera tan natural que podemos llegar a pensar que lo
normal es ser creyente.
Es curioso nuestro lenguaje. Hablamos como si creer fuera el estado más normal. El que no adopta una postura creyente ante la vida es considerado como un hombre o mujer al que le falta algo. Entonces lo designamos con una forma privativa: “increyente” o “incrédulo”.
No nos damos cuenta de que la fe no es algo natural sino un don inmerecido. Los increyentes no son gente tan extraña como a nosotros nos puede parecer. Al contrario, somos los cristianos los que tenemos que reconocer que resultamos bastante extraños.
¿Es normal ser hoy discípulos de un hombre ajusticiado por los romanos hace veinte siglos, del que proclamamos que resucitó a la vida porque era nada menos que el Hijo de Dios hecho hombre?
¿Es razonable esperar en un más allá que podría ser sólo la proyección de nuestros deseos y el engaño más colosal de la humanidad?
¿No es sorprendente pretender acoger al mismo Cristo en nuestra vida compartiendo juntos su Cuerpo y su Sangre en ritos y celebraciones de carácter tan arcaico?
¿No es una presunción orar creyendo que Dios nos escucha o leer los libros sagrados pensando que Dios nos está hablando?
El encuentro con increyentes que nos manifiestan honradamente sus dudas e incertidumbres, nos puede ayudar hoy a los cristianos a vivir la fe de manera más realista y humilde, pero también con mayor gozo y agradecimiento.
La fe no es algo natural y espontáneo. Es un don inmerecido, una aventura extraordinaria. Un modo de “estar en la vida”, que nace y se alimenta de la gracia de Dios.
Los creyentes deberíamos escuchar hoy de manera muy particular las palabras de Jesús: “No critiquéis. Nadie puede venir a mí si no lo trae el Padre que me ha enviado”.
Más que llenar nuestro corazón de críticas amargas, hemos de abrirnos a la acción del Padre.
Para creer es importante enfrentarse a la vida con sinceridad total, pero es decisivo dejarse guiar por la mano amorosa de ese Dios que conduce misteriosamente nuestra vida. - See more at: http://juanjauregui.es/domingo-19/#sthash.fbTgsfDg.dpuf
A
muchos hombres y mujeres de esta generación, nacidos en familias
creyentes, bautizados a los pocos días de vida y educados siempre en un
ambiente cristiano, les ha podido suceder lo mismo que a mí. Hemos
respirado la fe de manera tan natural que podemos llegar a pensar que lo
normal es ser creyente.Es curioso nuestro lenguaje. Hablamos como si creer fuera el estado más normal. El que no adopta una postura creyente ante la vida es considerado como un hombre o mujer al que le falta algo. Entonces lo designamos con una forma privativa: “increyente” o “incrédulo”.
No nos damos cuenta de que la fe no es algo natural sino un don inmerecido. Los increyentes no son gente tan extraña como a nosotros nos puede parecer. Al contrario, somos los cristianos los que tenemos que reconocer que resultamos bastante extraños.
¿Es normal ser hoy discípulos de un hombre ajusticiado por los romanos hace veinte siglos, del que proclamamos que resucitó a la vida porque era nada menos que el Hijo de Dios hecho hombre?
¿Es razonable esperar en un más allá que podría ser sólo la proyección de nuestros deseos y el engaño más colosal de la humanidad?
¿No es sorprendente pretender acoger al mismo Cristo en nuestra vida compartiendo juntos su Cuerpo y su Sangre en ritos y celebraciones de carácter tan arcaico?
¿No es una presunción orar creyendo que Dios nos escucha o leer los libros sagrados pensando que Dios nos está hablando?
El encuentro con increyentes que nos manifiestan honradamente sus dudas e incertidumbres, nos puede ayudar hoy a los cristianos a vivir la fe de manera más realista y humilde, pero también con mayor gozo y agradecimiento.
La fe no es algo natural y espontáneo. Es un don inmerecido, una aventura extraordinaria. Un modo de “estar en la vida”, que nace y se alimenta de la gracia de Dios.
Los creyentes deberíamos escuchar hoy de manera muy particular las palabras de Jesús: “No critiquéis. Nadie puede venir a mí si no lo trae el Padre que me ha enviado”.
Más que llenar nuestro corazón de críticas amargas, hemos de abrirnos a la acción del Padre.
Para creer es importante enfrentarse a la vida con sinceridad total, pero es decisivo dejarse guiar por la mano amorosa de ese Dios que conduce misteriosamente nuestra vida. - See more at: http://juanjauregui.es/domingo-19/#sthash.fbTgsfDg.dpuf
Es curioso nuestro lenguaje. Hablamos como si creer fuera el estado más normal. El que no adopta una postura creyente ante la vida es considerado como un hombre o mujer al que le falta algo. Entonces lo designamos con una forma privativa: “increyente” o “incrédulo”.
No nos damos cuenta de que la fe no es algo natural sino un don inmerecido. Los increyentes no son gente tan extraña como a nosotros nos puede parecer. Al contrario, somos los cristianos los que tenemos que reconocer que resultamos bastante extraños.
¿Es normal ser hoy discípulos de un hombre ajusticiado por los romanos hace veinte siglos, del que proclamamos que resucitó a la vida porque era nada menos que el Hijo de Dios hecho hombre?
¿Es razonable esperar en un más allá que podría ser sólo la proyección de nuestros deseos y el engaño más colosal de la humanidad?
¿No es sorprendente pretender acoger al mismo Cristo en nuestra vida compartiendo juntos su Cuerpo y su Sangre en ritos y celebraciones de carácter tan arcaico?
¿No es una presunción orar creyendo que Dios nos escucha o leer los libros sagrados pensando que Dios nos está hablando?
El encuentro con increyentes que nos manifiestan honradamente sus dudas e incertidumbres, nos puede ayudar hoy a los cristianos a vivir la fe de manera más realista y humilde, pero también con mayor gozo y agradecimiento.
La fe no es algo natural y espontáneo. Es un don inmerecido, una aventura extraordinaria. Un modo de “estar en la vida”, que nace y se alimenta de la gracia de Dios.
Los creyentes deberíamos escuchar hoy de manera muy particular las palabras de Jesús: “No critiquéis. Nadie puede venir a mí si no lo trae el Padre que me ha enviado”.
Más que llenar nuestro corazón de críticas amargas, hemos de abrirnos a la acción del Padre.