Evangelio de hoy
En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos vacilaban. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.»
Palabra del Señor
Queridos hermanos:
La Eucaristía comienza, reconociendo con la señal de la cruz, que estamos reunidos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu, “la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu” decimos después, está con nosotros. Podemos afirmar que el misterio de la Santísima Trinidad preside todas nuestras experiencias de fe desde el bautismo, nos dice el evangelio de hoy: “Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”. Discusiones teológicas a parte o elucubraciones esta es la fuente de todo hombre de fe.
El Padre es creador: “Pregunta, pregunta a los tiempos antiguos, Dios creó al hombre sobre la tierra”, pero no sólo engendró la vida para sus hijos, sino que los alimenta y los cuida con cariño. Se mostró como liberador, pero no únicamente en la salida de Egipto, en toda la historia de Israel, como nos dice la primera lectura, buscó que su pueblo: “sea feliz, tú y tus hijos, después de ti, y prolongues tus días en el suelo que el Señor, tu Dios, te da para siempre”. Por eso nosotros llevados por el Espíritu que es del Padre y del Hijo, podemos comprobar cómo dice San Pablo en la segunda lectura: “Que hemos recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: ¡Abba! (Padre)”. Dios es nuestro Padre porque nos llama a la libertad, la madurez, la felicidad y la mayoría de edad.
El Hijo, es Dios para los demás, el que nos ha dicho como es el Padre. Es el camino concreto que nos recuerda cómo nos quiere el Padre y nos da la garantía de que lo que quiere Dios, su Reinado, es real. Permanecer unidos a sus palabras, su testimonio, su amor, es lo que nos conduce a ese Reino. Entregar la vida como hizo Jesús, que no es para guardarla, nos lleva a la felicidad y hace que otros tengan vida y vida en abundancia. Con Él somos coherederos e hijos: “Somos hijos de Dios; y, si somos hijos, también herederos, herederos de Dios y coherederos con Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados”. Y sobre todo de Él recibe la Iglesia su misión para anunciar la Buena Noticia.
El Espíritu Santo es el que nos hace sentir la experiencia de Dios. El que vive bajo el temor, con miedo al castigo, en la norma, en la quietud, es difícil que llegue a la experiencia de sentirse hijo de Dios. Quien se deja conducir por el Espíritu, el espíritu del amor, de la reconciliación, de la unidad y de la paz, no puede menos que sentirse ante Dios como un hijo ante su padre. Es sobre todo en la realidad eclesial, la vivencia de la fraternidad, de la amistad, de la comunidad, como sentimos la presencia del Espíritu, que nos impulsa a sentirnos hermanos de Cristo e Hijos de Dios.
La Trinidad es comunidad y Buena Noticia. El hombre que busca a Dios, su crecimiento, su liberación…, puede encontrar en la historia y en su historia personal, su presencia como Padre/Madre que siempre está a su lado. Puede sentirse hermano de Jesús y de los demás hombres, porque todos somos hijos. Puede encontrar la felicidad, dejándose llevar por el Espíritu que es viento, que nos hace saber que no está logrado todo y que hay que seguir luchando, por el desarrollo de toda la humanidad y el nuestro propio.
Terminamos la celebración, recibiendo la bendición trinitaria. Sabemos que es un misterio, pues contemplemos, sobre todo en este día que celebramos la Jornada Pro Orantibus, dentro del Año de la Vida Consagrada y el V Centenario de Santa Teresa de Ávila. Como nos decía ella:”Por bajo que hable uno, cuando se dirija a Dios, está tan cerca que nos oirá; ni ha menester alas para ir a buscarle, sino ponerse en soledad y mirarle dentro de sí, y no extrañarse de tan buen huésped; sino con gran humildad hablarle como a Padre, pedirle como a Padre, contarle sus trabajos, y pedirle remedio para ellos…”.
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Con la Palabra de Dios
SANTÍSIMA TRINIDAD
“Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28,16-20)
Una profesora pregunta a sus alumnos: ¿Cómo sabemos que Dios existe? Cada uno fue dando su propia respuesta. Pero la profesora seguía insistiendo como si no estuviese satisfecha con las respuestas. Queriendo echarles un mano añadió: Y cómo saber que Dios existe si ninguno lo hemos visto? Todos se quedaron callados. Para los niños es evidente que lo que no se ve o se toca no existe. Hasta que un pequeño que era tímido, levantó la mano y tímidamente y respondió: Señorita. Dios es como el azúcar. Mi madre me dijo que DIOS ES COMO EL AZÚCAR, en mi leche que ella prepara todas las mañanas. Yo no veo el azúcar que está dentro de la taza en medio de la leche, pero si la leche no tiene azúcar se queda sin sabor.
Dios existe, y está siempre en el medio de nosotros, solo que no lo vemos. Yo quería enseñaros y sois vosotros quienes me habéis enseñado a mí. Yo ahora sé que Dios es nuestro azúcar en la vida. La profesora emocionada le dio un beso.
¿A alguien de nosotros se le ocurriría definir a Dios como una cucharada o un terrón de azúcar? De seguro que nosotros daríamos una definición de Dios mucho más técnica y científica. Pero bastante más inútil. La prueba el mismo título de la fiesta de hoy: “Santísima Trinidad”. Y con eso ya nos quedamos tan tranquilos. Con decir que son “tres pero que son uno”, que ni vosotros ni yo sabemos cómo es esa matemática. Ninguno entendemos nada pero nos quedamos tan tranquilos.
Estoy seguro que la mamá de ese niño no entendía demasiada teología, pero sí tenía algo que es fundamental cuando se trata de hablar de Dios. Hablaba no del Dios que se nos explica con ideas, sino del Dios que ella experimentaba en su corazón. No sé si los teólogos estarán muy de acuerdo con un “Dios terrón de azúcar”, lo que sí sé es que aquella madre vivía la verdad de Dios en el corazón humano.
Porque, al fin y al cabo, Dios no es una idea. Dios es una realidad para nuestra vida. Y una realidad que da sentido y da sabor a nuestra vida.
Nadie ve el azúcar disuelto en la taza de leche o en la taza de café.
Pero todos sabemos que la leche sabe de otra manera y también el café.
Y que a Dios nadie le ha visto, lo dice San Pablo: “A Dios nadie le ha visto”.
Pero a Dios son muchos los que lo sienten, lo experimentan y lo viven.
Además, si el Dios de nuestra fe es, como nos dirá San Juan, “un Dios amor”, y su esencia es “el amor”, con mucha más razón. Porque ¿alguien ha visto el amor? No lo hemos visto. Pero todos sabemos que existe, y nos sentimos amados y todos amamos. El amor se expresa y manifiesta en la experiencia de la vida, y no en las grandes explicaciones de los psicólogos.
El misterio de la Santísima Trinidad no es solo el misterio de Dios, es también el misterio de cada uno de nosotros. Porque el verdadero cielo de Dios somos cada uno de nosotros. “Y vendremos a él y haremos morada en él”.
Nos pasamos muchas horas mirando al Sagrario, porque es allí donde Dios habita sacramentalmente.
Y apenas si tenemos tiempo para mirarnos a nosotros por dentro, donde sabemos que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo lo han convertido en su verdadera casa.
Hablamos con El como si lo tuviésemos lejos, a la otra orilla, cuando lo tenemos tan cerca de nosotros.
“Yo estoy en mi Padre, y vosotros en Mí y yo en vosotros … Si alguno me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y en él haremos morada. …. (Jn 14,20-23 y 15,4)
La vida sin Dios está vacía.
La vida con Dios está llena, a rebosar.
La vida sin Dios pierde sentido.
La vida con Dios tiene una meta y una dirección.
La vida sin Dios está llena de cosas.
La vida con Dios está llena de Dios.
Dios no cabe en nuestra cabeza, por eso podemos decir poco de él. Pero Dios cabe en nuestro corazón.
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Una profesora pregunta a sus alumnos: ¿Cómo sabemos que Dios existe? Cada uno fue dando su propia respuesta. Pero la profesora seguía insistiendo como si no estuviese satisfecha con las respuestas. Queriendo echarles un mano añadió: Y cómo saber que Dios existe si ninguno lo hemos visto? Todos se quedaron callados. Para los niños es evidente que lo que no se ve o se toca no existe. Hasta que un pequeño que era tímido, levantó la mano y tímidamente y respondió: Señorita. Dios es como el azúcar. Mi madre me dijo que DIOS ES COMO EL AZÚCAR, en mi leche que ella prepara todas las mañanas. Yo no veo el azúcar que está dentro de la taza en medio de la leche, pero si la leche no tiene azúcar se queda sin sabor.
Dios existe, y está siempre en el medio de nosotros, solo que no lo vemos. Yo quería enseñaros y sois vosotros quienes me habéis enseñado a mí. Yo ahora sé que Dios es nuestro azúcar en la vida. La profesora emocionada le dio un beso.
¿A alguien de nosotros se le ocurriría definir a Dios como una cucharada o un terrón de azúcar? De seguro que nosotros daríamos una definición de Dios mucho más técnica y científica. Pero bastante más inútil. La prueba el mismo título de la fiesta de hoy: “Santísima Trinidad”. Y con eso ya nos quedamos tan tranquilos. Con decir que son “tres pero que son uno”, que ni vosotros ni yo sabemos cómo es esa matemática. Ninguno entendemos nada pero nos quedamos tan tranquilos.
Estoy seguro que la mamá de ese niño no entendía demasiada teología, pero sí tenía algo que es fundamental cuando se trata de hablar de Dios. Hablaba no del Dios que se nos explica con ideas, sino del Dios que ella experimentaba en su corazón. No sé si los teólogos estarán muy de acuerdo con un “Dios terrón de azúcar”, lo que sí sé es que aquella madre vivía la verdad de Dios en el corazón humano.
Porque, al fin y al cabo, Dios no es una idea. Dios es una realidad para nuestra vida. Y una realidad que da sentido y da sabor a nuestra vida.
Nadie ve el azúcar disuelto en la taza de leche o en la taza de café.
Pero todos sabemos que la leche sabe de otra manera y también el café.
Y que a Dios nadie le ha visto, lo dice San Pablo: “A Dios nadie le ha visto”.
Pero a Dios son muchos los que lo sienten, lo experimentan y lo viven.
Además, si el Dios de nuestra fe es, como nos dirá San Juan, “un Dios amor”, y su esencia es “el amor”, con mucha más razón. Porque ¿alguien ha visto el amor? No lo hemos visto. Pero todos sabemos que existe, y nos sentimos amados y todos amamos. El amor se expresa y manifiesta en la experiencia de la vida, y no en las grandes explicaciones de los psicólogos.
El misterio de la Santísima Trinidad no es solo el misterio de Dios, es también el misterio de cada uno de nosotros. Porque el verdadero cielo de Dios somos cada uno de nosotros. “Y vendremos a él y haremos morada en él”.
Nos pasamos muchas horas mirando al Sagrario, porque es allí donde Dios habita sacramentalmente.
Y apenas si tenemos tiempo para mirarnos a nosotros por dentro, donde sabemos que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo lo han convertido en su verdadera casa.
Hablamos con El como si lo tuviésemos lejos, a la otra orilla, cuando lo tenemos tan cerca de nosotros.
“Yo estoy en mi Padre, y vosotros en Mí y yo en vosotros … Si alguno me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y en él haremos morada. …. (Jn 14,20-23 y 15,4)
La vida sin Dios está vacía.
La vida con Dios está llena, a rebosar.
La vida sin Dios pierde sentido.
La vida con Dios tiene una meta y una dirección.
La vida sin Dios está llena de cosas.
La vida con Dios está llena de Dios.
Dios no cabe en nuestra cabeza, por eso podemos decir poco de él. Pero Dios cabe en nuestro corazón.
“Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28,16-20)
Una profesora pregunta a sus alumnos: ¿Cómo sabemos que Dios existe? Cada uno fue dando su propia respuesta. Pero la profesora seguía insistiendo como si no estuviese satisfecha con las respuestas. Queriendo echarles un mano añadió: Y cómo saber que Dios existe si ninguno lo hemos visto? Todos se quedaron callados. Para los niños es evidente que lo que no se ve o se toca no existe. Hasta que un pequeño que era tímido, levantó la mano y tímidamente y respondió: Señorita. Dios es como el azúcar. Mi madre me dijo que DIOS ES COMO EL AZÚCAR, en mi leche que ella prepara todas las mañanas. Yo no veo el azúcar que está dentro de la taza en medio de la leche, pero si la leche no tiene azúcar se queda sin sabor.
Dios existe, y está siempre en el medio de nosotros, solo que no lo vemos. Yo quería enseñaros y sois vosotros quienes me habéis enseñado a mí. Yo ahora sé que Dios es nuestro azúcar en la vida. La profesora emocionada le dio un beso.
¿A alguien de nosotros se le ocurriría definir a Dios como una cucharada o un terrón de azúcar? De seguro que nosotros daríamos una definición de Dios mucho más técnica y científica. Pero bastante más inútil. La prueba el mismo título de la fiesta de hoy: “Santísima Trinidad”. Y con eso ya nos quedamos tan tranquilos. Con decir que son “tres pero que son uno”, que ni vosotros ni yo sabemos cómo es esa matemática. Ninguno entendemos nada pero nos quedamos tan tranquilos.
Estoy seguro que la mamá de ese niño no entendía demasiada teología, pero sí tenía algo que es fundamental cuando se trata de hablar de Dios. Hablaba no del Dios que se nos explica con ideas, sino del Dios que ella experimentaba en su corazón. No sé si los teólogos estarán muy de acuerdo con un “Dios terrón de azúcar”, lo que sí sé es que aquella madre vivía la verdad de Dios en el corazón humano.
Porque, al fin y al cabo, Dios no es una idea. Dios es una realidad para nuestra vida. Y una realidad que da sentido y da sabor a nuestra vida.
Nadie ve el azúcar disuelto en la taza de leche o en la taza de café.
Pero todos sabemos que la leche sabe de otra manera y también el café.
Y que a Dios nadie le ha visto, lo dice San Pablo: “A Dios nadie le ha visto”.
Pero a Dios son muchos los que lo sienten, lo experimentan y lo viven.
Además, si el Dios de nuestra fe es, como nos dirá San Juan, “un Dios amor”, y su esencia es “el amor”, con mucha más razón. Porque ¿alguien ha visto el amor? No lo hemos visto. Pero todos sabemos que existe, y nos sentimos amados y todos amamos. El amor se expresa y manifiesta en la experiencia de la vida, y no en las grandes explicaciones de los psicólogos.
El misterio de la Santísima Trinidad no es solo el misterio de Dios, es también el misterio de cada uno de nosotros. Porque el verdadero cielo de Dios somos cada uno de nosotros. “Y vendremos a él y haremos morada en él”.
Nos pasamos muchas horas mirando al Sagrario, porque es allí donde Dios habita sacramentalmente.
Y apenas si tenemos tiempo para mirarnos a nosotros por dentro, donde sabemos que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo lo han convertido en su verdadera casa.
Hablamos con El como si lo tuviésemos lejos, a la otra orilla, cuando lo tenemos tan cerca de nosotros.
“Yo estoy en mi Padre, y vosotros en Mí y yo en vosotros … Si alguno me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y en él haremos morada. …. (Jn 14,20-23 y 15,4)
La vida sin Dios está vacía.
La vida con Dios está llena, a rebosar.
La vida sin Dios pierde sentido.
La vida con Dios tiene una meta y una dirección.
La vida sin Dios está llena de cosas.
La vida con Dios está llena de Dios.
Dios no cabe en nuestra cabeza, por eso podemos decir poco de él. Pero Dios cabe en nuestro corazón.