Evangelio de hoy
Lectura del santo evangelio según san Marcos (6,1-6):
En aquel tiempo, fue Jesús a su pueblo en compañía de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada: «¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es ésa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?»
Y esto les resultaba escandaloso.
Jesús les decía: «No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa.»
No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se extrañó de su falta de fe. Y recorría los pueblos de alrededor enseñando.
Palabra del Señor
En aquel tiempo, fue Jesús a su pueblo en compañía de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada: «¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es ésa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?»
Y esto les resultaba escandaloso.
Jesús les decía: «No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa.»
No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se extrañó de su falta de fe. Y recorría los pueblos de alrededor enseñando.
Palabra del Señor
Marcos narra el encuentro de Jesús con la gente de su pueblo, con la que había convivido durante muchos años y que le conocía desde niño. Va el sábado a la sinagoga, como había hecho siempre, y al empezar a enseñar “la multitud que lo oía se `preguntaba asombrada”. Lo que más atraía a la gente era la sabiduría de su corazón y la fuerza sanadora de sus manos. La palabra de Jesús no era la de un doctor de la ley, la de un pensador que explica una doctrina, sino la palabra de un sabio que comunica su experiencia de Dios y enseña a vivir bajo el signo del amor. No es tampoco un líder autoritario que impone su poder, sino un curador que sana la vida de las personas y alivia su sufrimiento.
La gente de Nazaret no le acepta y neutraliza su presencia con toda clase de preguntas, sospechas y recelos. No se dejan enseñar ni curar. Y por eso no hizo allí “ningún milagro” porque “desconfiaban de Él”. De tal manera que el mismo Jesús “se extrañó de su falta de fe”.
A Jesús no se le puede conocer desde fuera; hay que entrar en contacto con Él. Como dice el Apocalipsis: “Mira que estoy a la puerta llamando. Si uno escucha mi llamada y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3, 20).Y hay que dejar que Jesús nos enseñe cosas tan importantes como la alegría de vivir, la compasión y la misericordia, la voluntad de crear un mundo más justo y fraterno, la presencia amistosa y cercana de Dios Padre. La sabiduría de Jesús nos enseña a vivir de una forma nueva, no una doctrina. Como Él dirá en la última cena a sus discípulos “Si yo el Señor y el Maestro he hecho esto con ustedes, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros… les he dado ejemplo para que ustedes hagan lo mismo” (Jn 13, 16-18).
Experimentar la fuerza salvadora de Jesús es dejarnos curar por Él para recuperar la libertad interior; para liberarnos de los miedos que paralizan; para atrevernos a salir de la mediocridad o tibieza; para retomar el camino de la santidad tal como lo vivió Jesús haciendo el bien a todos y en especial a los más desfavorecidos y olvidados de la sociedad. Por eso Él decía “a los pobres los tendrás siempre con ustedes”.
Jesús sigue hoy “imponiendo las manos”, es decir, se sana quien cree y confía en Él. Ojalá que Jesús siga haciendo muchos “milagros” entre nosotros porque no somos como sus compaisanos.
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Miércoles de la cuarta semana del tiempo ordinario
“La multitud que lo oía se preguntaba asombrada: “De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y esto les resultaba escandaloso. Y se extrañó de su falta de fe.” (Mc 6,1-6)
Resulta curioso el que veamos la luz y luego nos empeñemos en negarla.
Primero encendemos la luz, y luego nos dedicamos a apagarla.
Es que ¿cómo vamos a decir que vemos, si luego preferimos vivir como ciegos?
No en vano dice el refrán popular: “No hay peor ciego que el que no quiere ver”. ¿Acaso no fue este el ateísmo de Miguel de Unamuno? Durante mucho tiempo vivió esa lucha interna entre lo que pensaba y lo que vivía. De pronto, se hace una pregunta a sí mismo: “Miguel, o cambias de cabeza o cambias de vida”. Y claro, le pareció más fácil cambiar de cabeza que de vida. Y cambiada la cabeza ahora podía vivir a su aire.
¿No fue también ésta la actitud de los paisanos de Jesús en su propio pueblo natal?
Primero reconocen y admiran su sabiduría.
Una sabiduría que nadie habría podido enseñarle.
Una sabiduría que no se enseñaba en la sinagoga.
Admiraban incluso los milagros de sus manos que le hacían algo especial.
Pero esto iba a tener serias consecuencias. ¿Y por qué entonces no le hacemos caso y le seguimos?
Cambiar no era fácil.
Cambiar trae problemas, incluso con la misma sinagoga.
Había que buscar otra salida.
Era preciso desmontar toda aquella admiración.
Y nada más fácil que buscarle la suela de sus sandalias.
A este le conocemos. Y conocemos toda su parentela.
Aquí no hay señales de Dios sino señales de que es uno como nosotros.
Un cualquiera.
Con frecuencia me viene a la mente esta actitud, cuando pienso en la gente que quiere cambiar.
Cambiar ya es, de por sí, difícil.
Pero más difícil resulta que la gente crea en su cambio.
¿Recuerdan la curación del ciego de nacimiento?
Vivía mucho más tranquilo como ciego.
Todo el mundo le conocía y nadie se metía con él.
Ahora todos se cuestionan sobre su identidad.
Si es el mismo o es otro o alguien que se le parezca.
Hasta los mismos padres se limpian las manos y no quieren saber nada.
Cuando uno cambia todos dudan de su cambio. Vienen todas las comidillas:
¡Si le conoceré yo!
¡Si sabré yo de qué pie cojea!
¡Yo no me fío nada de él!
¡Veréis que vuelve a las andadas!
Y todos conocemos su genealogía hasta la quinta generación.
Por eso, muchos prefieren no cambiar.
Quieren cambiar, pero tienen miedo.
Prefieren seguir con los de su calaña, porque, al menos allí le aceptan como es.
Como que quedan marcados para toda su vida.
¡Y que no se le ocurra pedir un trabajo, porque lo primero que le van a pedir son sus credenciales policiales.
La culpa de que muchos no cambien la tenemos todos nosotros que los marginamos porque no creemos en su cambio.
¿Y no sucede algo parecido con la Iglesia? Todos vemos cuánto hay de bueno y de bondad y de santidad en ella. Pero basta que un sacerdote saque los pies del plato es suficiente para justificar el dejar de creer en ella.
Ver y negar la luz.
Ver los milagros de sus manos y pensar solo en las “manos del carpintero”.
Ver que allí hay algo nuevo, pero conocen a su madre, a su padre y hermanos.
Siempre hay razones para no abrirnos a la luz.
Siempre hay razones para no creer.
Siempre hay razones para no aceptar lo nuevo, el cambio.
Y Jesús tuvo que largarse de su pueblo extrañado y dolorido por su “falta de fe”.
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