Evangelio de hoy
Lectura del santo evangelio según san Marcos (3,7-12):
En aquel tiempo, Jesús se retiró con sus discípulos a la orilla del lago, y lo siguió una muchedumbre de Galilea. Al enterarse de las cosas que hacía, acudía mucha gente de Judea, de Jerusalén y de Idumea, de la Transjordania, de las cercanías de Tiro y Sidón. Encargó a sus discípulos que le tuviesen preparada una lancha, no lo fuera a estrujar el gentío. Como había curado a muchos, todos los que sufrían de algo se le echaban encima para tocarlo.
Cuando lo veían, hasta los espíritus inmundos se postraban ante él, gritando: «Tú eres el Hijo de Dios.»
Pero él les prohibía severamente que lo diesen a conocer.
Palabra del Señor
En aquel tiempo, Jesús se retiró con sus discípulos a la orilla del lago, y lo siguió una muchedumbre de Galilea. Al enterarse de las cosas que hacía, acudía mucha gente de Judea, de Jerusalén y de Idumea, de la Transjordania, de las cercanías de Tiro y Sidón. Encargó a sus discípulos que le tuviesen preparada una lancha, no lo fuera a estrujar el gentío. Como había curado a muchos, todos los que sufrían de algo se le echaban encima para tocarlo.
Cuando lo veían, hasta los espíritus inmundos se postraban ante él, gritando: «Tú eres el Hijo de Dios.»
Pero él les prohibía severamente que lo diesen a conocer.
Palabra del Señor
Jesús, separado de los pecadores, estrujado por las masas
La plena participación de Jesús en nuestra condición humana, que le permite compadecerse de nosotros, no incluye la participación en el pecado. Antes bien, como dice hoy la carta a los Hebreos, Jesús es un sumo sacerdote sin mancha y separado de los pecadores. Podría parecer que esta radical separación lo aleja tanto de nosotros que hace imposible la compasión. Pero, en realidad, es al revés: el pecado fundamental es el que desplaza de nuestro corazón la capacidad de compadecer, lo que hace que nuestras relaciones sean duras y despiadadas, lo que convierte al hombre en lobo para el hombre. Jesús participa plenamente de nuestra debilidad, de nuestra condición mortal, de nuestros sufrimientos, primero porque él mismo los experimenta; y, además, porque toma sobre sí los sufrimientos de todos: Jesús padece y com-padece. Por ello, su separación de los pecadores (es decir, de la condición pecadora), no es separación de los hombres, sus hermanos. Jesús es puro, pero no puritano: precisamente esa ausencia de pecado le hece ir al encuentro de todos, no rehúye el encuentro con las multitudes, permite que le toquen, hasta el peligro del aplastamiento que tiene que evitar con ayuda de sus discípulos y de una barca oportuna.
En estos encuentros con las multitudes Jesús afronta en toda su crudeza todas las formas posibles del mal que atormenta a los hombres. Pero en este afrontamiento se hace patente el poder compasivo de Dios, que sana a los enfermos, levanta a los caídos y devuelve al hombre su dignidad primitiva. El poder salvador de Dios actuando en Cristo contrasta de tal modo con el poder destructor del mal que hasta este último se ve como forzado a dar testimonio de Cristo. Y es que el mal no está al mismo nivel del bien, sino que aquel depende de este, como un parásito suyo.
El testimonio que los malos espíritus dan de Jesús deberían hacernos reflexionar sobre nuestras actitudes respecto del mal en todas sus formas y nuestro modo de afrontarlo. Todo sentimos a veces la tentación de oponer al mal un mal mayor, a la violencia otra más grande, de contaminarnos ante el espectáculo del mal en el mundo con la maldición del odio. Pero el Evangelio de hoy nos dice que si actuamos de verdad con el espíritu de Jesús, oponiendo al mal sólo la fuerza del bien, hasta el mal que combatimos dará, siquiera indirectamente, testimonio del bien y de su fuente, que es Dios. Creer en Jesús es no sólo confesar que Él es el Hijo de Dios, sino también confiar que su forma de actuar es la única que puede garantizar al fin y a la postre el triunfo definitivo del bien. Aunque para ello hayamos de afrontar el riesgo de una derrota tan cruel y aparentemente definitiva como la de Cristo en la cruz.
José M. Vegas cmf
La plena participación de Jesús en nuestra condición humana, que le permite compadecerse de nosotros, no incluye la participación en el pecado. Antes bien, como dice hoy la carta a los Hebreos, Jesús es un sumo sacerdote sin mancha y separado de los pecadores. Podría parecer que esta radical separación lo aleja tanto de nosotros que hace imposible la compasión. Pero, en realidad, es al revés: el pecado fundamental es el que desplaza de nuestro corazón la capacidad de compadecer, lo que hace que nuestras relaciones sean duras y despiadadas, lo que convierte al hombre en lobo para el hombre. Jesús participa plenamente de nuestra debilidad, de nuestra condición mortal, de nuestros sufrimientos, primero porque él mismo los experimenta; y, además, porque toma sobre sí los sufrimientos de todos: Jesús padece y com-padece. Por ello, su separación de los pecadores (es decir, de la condición pecadora), no es separación de los hombres, sus hermanos. Jesús es puro, pero no puritano: precisamente esa ausencia de pecado le hece ir al encuentro de todos, no rehúye el encuentro con las multitudes, permite que le toquen, hasta el peligro del aplastamiento que tiene que evitar con ayuda de sus discípulos y de una barca oportuna.
En estos encuentros con las multitudes Jesús afronta en toda su crudeza todas las formas posibles del mal que atormenta a los hombres. Pero en este afrontamiento se hace patente el poder compasivo de Dios, que sana a los enfermos, levanta a los caídos y devuelve al hombre su dignidad primitiva. El poder salvador de Dios actuando en Cristo contrasta de tal modo con el poder destructor del mal que hasta este último se ve como forzado a dar testimonio de Cristo. Y es que el mal no está al mismo nivel del bien, sino que aquel depende de este, como un parásito suyo.
El testimonio que los malos espíritus dan de Jesús deberían hacernos reflexionar sobre nuestras actitudes respecto del mal en todas sus formas y nuestro modo de afrontarlo. Todo sentimos a veces la tentación de oponer al mal un mal mayor, a la violencia otra más grande, de contaminarnos ante el espectáculo del mal en el mundo con la maldición del odio. Pero el Evangelio de hoy nos dice que si actuamos de verdad con el espíritu de Jesús, oponiendo al mal sólo la fuerza del bien, hasta el mal que combatimos dará, siquiera indirectamente, testimonio del bien y de su fuente, que es Dios. Creer en Jesús es no sólo confesar que Él es el Hijo de Dios, sino también confiar que su forma de actuar es la única que puede garantizar al fin y a la postre el triunfo definitivo del bien. Aunque para ello hayamos de afrontar el riesgo de una derrota tan cruel y aparentemente definitiva como la de Cristo en la cruz.
José M. Vegas cmf
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Jueves de la segunda semana del tiempo ordinario
“Jesús se retiró con sus discípulos a la orilla del lago, y lo siguió una muchedumbre de Galilea. Al enterarse de las cosas que hacía, acudía mucha gente de Judea, de Jerusalén y de Idumea, de la Transjordania, de las cercanía de Tiro y Sidón. Todos los que sufrían de algo se le echaban encima para tocarlo”. (Mc 3,7-12)
Hay algo que extraña y nos tiene que hacer pensar.
La gente se vuelca en torno a él.
Acuden a él de todas partes.
Se le echaban encima para tocarlo.
¿Qué había en él que atraía tanta gente que para que “no lo estrujaran” pidió a los discípulos le prepararan una barca?
Marcos lo dice con toda claridad. “Al enterarse de las cosas que hacía”.
La gente no sigue a los que “hablan”, sino a los que “hacen”.
La gente no sigue a los que dicen “cosas bonitas”, sino a los que “hacen cosas buenas”.
La gente no busca discursos.
La gente busca a quien sienten solidario con sus problemas.
La gente busca a quien se compromete con sus sufrimientos.
La gente busca a quien puede sanar sus heridas.
Yo también anuncio el Evangelio:
Pero ¿cuántos me siguen?
Yo no tengo peligro alguno de que me estruje la gente.
Pero sí tuve la ocasión de ser testigo de cómo la gente se agolpaba en torno a la Madre Teresa.
La acompañaban varios cardenales y obispos.
Casi nadie los miraba.
Pasaban desapercibidos.
¿Por qué todos se volcaban en torno a aquella mujer menudita?
Ya lo sé: a ella la veían cargar con los ancianos que dormían en la calle.
A ella la veían cómo los llevaba a su casa.
Para nadie es un secreto el que, cada vez nuestras Iglesias están más vacías.
Y no será porque no hablemos.
No será porque no hagamos campañas.
No será porque no hacemos invitaciones.
El problema no creo que sea la falta de palabra.
¿Se entera la gente de lo que hacemos?
¿Siente la gente que hacemos algo por ella?
¿Siente la gente que sanamos sus heridas?
¿Siente la gente que los curamos de sus carencias?
En esta línea, me gusta lo que el Cardenal Gerhard Ludwig Muller, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la fe declaraba el 25 de julio del 2012 al L´Osservatore Romano:
“¿Cómo podemos hablar del amor y de la misericordia de Dios ante el sufrimiento de tantas personas que no tienen comida, agua, asistencia sanitaria, que no saben cómo ofrecer un futuro a sus hijos, en el que falta verdaderamente la dignidad humana, en donde los derechos humanos son ignorados por los poderosos?”
Jesús hablaba poco de los enfermos, pero estaba siempre con ellos.
Jesús hablaba poco de los leprosos, pero los toca y los cura.
Jesús hablaba poco de los ciegos, pero ponía sus dedos en sus ojos y veían.
Jesús hablaba poco de los paralíticos, pero se acercaba a ellos y los sanaba.
Jesús hablaba poco de los que sufrían, pero siempre estaba a su lado curándolos.
No era lo que decía, sino lo que hacía, lo que movía y arrastraba a la gente.
No era lo que hablaba, sino “las cosas que hacía”, las que atraían a la gente.
Es que, más dicen los gestos de amor y solidaridad que las palabras.
Es que, más dicen esas actitudes de tocar con sus manos el sufrimiento de los demás, que todos los discursos sobre el dolor humano.
Es que, más le decía a la gente el poder tocarle con sus propias manos, que verlo de lejos echando discursos.
¿No será también esto una lección hoy para todos nosotros?
¿No tendremos que callar un poco más y tocar más con nuestras manos el sufrimiento humano?
¿No tendremos que silenciarnos un poco y oler más a lucha por la dignidad de la persona?
juanjauregui.es