El símbolo de una civilización

Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán
“Se acercaba la Pascua de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén, Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo: “Quitad esto de aquí; no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre”.
(Jn 2,13-22)

Este Domingo nos salpica a todos, pero en realidad, tiene una aplicación directa al templo. No se enfadó ni perdió la serenidad cuando veía a los publicanos cobrar los impuestos en las fronteras. Sin embargo, diera la impresión de que a Jesús se le “subió el genio” cuando vio el mercado y la feria del Templo. Ahí arremetió contra todos.
Se me ocurre pensar si el templo de nuestro corazón es realmente “casa de oración”, “casa de encuentro con Dios”, o más bien es también una especie de feria, donde se vende y se compra y se negocia… tantas y tantas cosas…
Es posible que, si nos miramos interiormente, nos demos cuenta de que llevamos dentro demasiados “bueyes, ovejas, palomas y mesas de cambistas”. ¿Cómo se sentirá Jesús al visitar nuestros corazones? ¿Se le subirá también “el genio”? Porque, por mucho que digamos vivimos en una sociedad que, como escribía Miguel Delibes, el dinero es “el símbolo de nuestra civilización”.
Es posible que la billetera esté vacía, mientras nuestros corazones están llenos de ansias de tener. No un tener para vivir con dignidad humana, sino por esas ambiciones de “querer tener siempre más”. Necesitamos del dinero, sin él no podemos vivir. Se necesita dinero para comer, vestir, beber e incluso para regalarnos pequeñas satisfacciones. Ese no es el problema. El problema está en hacer de nuestro corazón un mercado y una feria.
Y de esto no se libra ni la Iglesia. También la Iglesia necesita dinero para muchas cosas. Lo malo es cuando también la Iglesia cae en la tentación del tener. No olvidemos que nos encontramos en el Templo y que es ahí donde Jesús arma el escándalo y lo pone todo patas arriba.

Yo no sé si la Iglesia es demasiado rica o no. La realidad es que la gente la ve como rica. Es ahí donde muchos se escandalizan de ella. Cuando la gente, incluso los creyentes, siente que la Iglesia “huele a negocio”, comienza las críticas y la crisis de fe.
Es cierto que podemos justificar muchas cosas e incluso muchas debilidades, pero lo que los mismos fieles no perdonan es que la Iglesia, lleve ese perfume del negocio y del tener. No soy de los que no ve la realidad y las necesidades. Creo que estamos en un momento para hacer un discernimiento evangélico. No podemos caer en críticas baratas, pero tampoco debiéramos dejar de hacer una autocrítica.
La pregunta que hoy todos tendremos que hacernos tiene que ser:

¿Qué cosas en la Iglesia no responden a lo que Dios espera de ella?
¿Qué cosas en la Iglesia tendrán que cambiar para ser la Iglesia de Jesús?

Porque no creo que nadie se imagine que en la Iglesia no hay muchas cosas que limpiar.
Porque también hoy la Iglesia puede convertirse en un mercado.
Tal vez no vendamos bueyes y ovejas.
Tal vez no pongamos mesas de cambio de moneda.
Pero hay muchos tipos de mercado:
¿Acaso no corremos el peligro del mercado de dignidades?
¿Acaso no corremos el peligro del mercado de la salvación?
¿Acaso no corremos el peligro del mercado de lo espiritual?
¿Acaso no corremos el peligro de títulos y poder?

No olvidemos que la Iglesia está hecha de hombres.
Y que los hombres somos débiles y, no siempre vivimos en fidelidad a las exigencias del Evangelio.
Y que los hombres no siempre somos fieles al Espíritu.
Y que también en nuestro corazón hay mucho de egoísmo.

No se trata de caer en una actitud de crítica amarga, sino una crítica que nazca del Espíritu. No para manchar y desacreditar a la Iglesia sino para purificarla y hacerla brillar cada vez más con la verdad del Evangelio.
Y un pensamiento último para nuestra reflexión: Quien piensa que todo es trigo en su vida, se olvida que también crece la cizaña.
juanjauregui.es